Historia comparada: del español al inglés
La fuerza del castellano radica en su capacidad expresiva y no en su número de vocablos
Es un lugar común que el inglés es una lengua más rica que el español. Y con ocasión de una cena con amigos de familias muy prestantes de Colombia, en la casona de uno de ellos en la ciudad vieja de Cartagena, varios de los presentes llegaron a decirme que no tendría la desfachatez de discutirles lo que antecede, puesto que así lo había ratificado nada menos que Jorge Luis Borges, quien, por llevar la contraria, es bien sabido que era capaz de decir cualquier cosa. Pero veamos si había réplica posible
Se dice que el inglés tiene 400.000 vocablos y el español solo unos 100.000, de lo que se deduce taxativamente que quien tiene más es por ello mejor. Bien. Pero hay que decir que del número de voces solo cabe deducir extensión, pero no necesariamente capacidad expresiva. ¿Qué ocurre, sin embargo, para que se dé semejante disparidad?
Son dos las escuelas de pensamiento diametralmente opuestas. Entre los españoles reina la fuerza inflexible de la norma, cambiante, pero rígidamente establecida, aunque evolucione con el tiempo; es válido como español todo lo producido a partir del propio acervo o adquirido de la gran hermana que es Francia, que dominó durante el siglo XIX la modernidad lingüística española. Así son numerosos los dichos que los españoles consideran castizos (Qué mosca te ha picado; ¿Quién pagará los platos rotos?; No sabía a qué santo encomendarse, etc.) que proceden del vecino ultra-pirenaico, pero como suenan igual de bien en español que en francés, se ha olvidado su denominación de origen. En resumen, hay una cancela de entrada en la oficialidad de la lengua que, si se ha aliviado mucho —yo diría que demasiado—, sigue siendo salvoconducto imprescindible para aclimatarse entre nosotros. Llegamos, de esta forma, a los casi 100.000 vocablos (88.000 en el DRAE actual) con todos los papeles en regla. Si ampliamos el enfoque al mundo iberoamericano el diccionario pan-hispánico contendrá algunos millares más, pero, esencialmente, seguiremos donde estábamos.
El empirismo anglosajón dibuja una realidad completamente diferente, tanto como el derecho positivo del imperio romano se diferencia de la common law y el precedente jurídico. Y, así, todo aquello que alguna vez ha sido incorporado a la obra de un autor respetable de la literatura, el drama, la ciencia o el arte de la anglosajonidad suele encontrar tarde o temprano su camino hasta el Oxford Dictionary. Son millares, por tanto, las expresiones de otras lenguas que, maquilladas o no, llegan al sagrado recinto. Es, por ejemplo, inglés académico tantamount, fonetización del español “tanto monta monta tanto” (Isabel como Fernando), de aquellos reyes que tuvieron la ocurrencia de unir las coronas de Aragón y de Castilla; o, más esotérico aún: “capicúa”, que es catalán, “cabeza y cola”, igual principio que fin. Podríamos consumir cien vidas de un inglés culto sin escuchar jamás a nadie decir “tantamount”; y así es como se llega a los 400.000 vocablos, o los que se prefiera. Por esa razón existe el Concise, versión articulada ligera del Oxford Dictionary, donde las voces no pasan de 100.000 y se ajusta mucho más a la realidad, aunque todavía para gentes sumamente cultivadas, de la lengua inglesa.
¿Se deduce de todo lo anterior la superioridad de una lengua sobre la otra? Yo no sería capaz de determinarlo porque hay fortalezas y debilidades en ambas; la estructura de los verbos latinos me parece una riqueza de la que carece el inglés, aunque no faltará quien prefiera la economía de las conjugaciones anglosajonas. Pero de lo que cabe poca duda es de que las tres lenguas imperiales de Occidente son inglés, español o castellano, y francés. Y dudo que entre ellas exista un primus inter pares. ¡Menudo tridente!
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