El tejido de la explotación invisible
Pocas ramas de la producción industrial reflejan de forma tan inquietante las características de la globalización como el de la fabricación de prendas de vestir. Sus multinacionales utilizan las tecnologías de la información, y especialmente las redes sociales, para organizar la producción, la distribución y la venta según parámetros perfectamente ajustados a los gustos de los clientes y a las variaciones de los stocks directamente a disposición del público, consiguiendo así enormes niveles de eficiencia comercial y de ajuste entre oferta y demanda; pero añaden a este tipo de actividades con directas repercusiones en la competitividad, a las que dedican, junto a la publicidad y las relaciones públicas, la mayor parte de las inversiones, una constante presión a la baja sobre los costes salariales a la hora de formar el precio de sus productos, hasta tal punto que esta constituye una de las claves menos visible de su negocio.
El punto de partida del éxito de esta rama de producción a gran escala es la deslocalización de los talleres de confección a países en los que se dispone de una gran cantidad de mano de obra sin cualificar, a la que se puede exigir largas jornadas laborales, a cambio de salarios de subsistencia, en condiciones de salubridad e incluso de seguridad ínfimas. Esto sucede en países que apenas han empezado a salir del subdesarrollo, en entornos poco o mal urbanizados, con abundante población joven y femenina de origen agrario y sin apenas escolarizar. El marco de flexibilidad que ofrece la globalización permite incluso la competencia entre ellos, de forma que se producen rápidos movimientos de deslocalización, trasladando la producción desde los países donde han empezado a producirse incrementos salariales, han mejorado las condiciones del trabajo o han empezado a surgir controles públicos o sindicales a otros donde apenas hay regulaciones ni controles. Así es como el grueso de la producción, que es la que garantiza finalmente que los estantes de las tiendas de los centros comerciales de todo el mundo se hallarán permanentemente surtidos, termina derivando hacia los países más pobres y desasistidos donde podrá mantenerse el bajo nivel de precios, que es lo que hemos visto en las últimas dos décadas, en que la subcontratación ha derivado de la Europa oriental y el Magreb hacia China o Indonesia y de China e Indonesia hacia el sur y Sudeste asiático.
(Este texto puede leerse sobre papel en el número 12 la revista Alternativas Económicas correspondiente al mes de marzo).
Los altísimos niveles de siniestralidad --incendios y hundimiento de edificios-- en la industria textil en países como Pakistán, India o Bangladesh solo puede explicarse por esa presión constante sobre los fabricantes para que recorten los precios de producción y a la vez entreguen a tiempo los enormes pedidos que reciben de las multinacionales occidentales. Los talleres se hallan en muchos casos en construcciones semi ruinosas, a las que apenas se somete a inspección las construcciones, su mantenimiento, la salubridad o la seguridad laboral.
Los hundimientos de edificios y los incendios no son excepcionales en este tipo de infraindustria. Son numerosos los casos en los que los trabajadores no pueden desalojar el edificio siniestrado debido al bloqueo de las puertas y salidas de incendios, usualmente por la acción de los patronos que están dispuestos a sacrificar a sus trabajadores antes que permitir el pillaje que suele acompañar a las catástrofes en estos países. De otra parte, los horarios pueden alargarse hasta 14 horas por la presión de los jefes para entregar los pedidos a tiempo.
La prohibición de trabajo infantil se elude mediante la falsificación de documentación debidamente permitida o incluso incentivada por los propietarios de los talleres. La sobre explotación de jóvenes y mujeres, susceptibles de un maltrato sistemático, se instala en la normalidad de una semi esclavitud consentida por todos. La corrupción política, sea en democracias degradadas como Bangladesh o en dictaduras como Camboya, termina interfiriendo en la mayor parte de los casos en las denuncias y en las protestas, por parte de sindicatos normalmente débiles e inermes ante el poder político y del dinero.
Estos salarios y estas condiciones de trabajo infrahumanas han sido considerados en ocasiones como el camino para salir de la pobreza para millones de seres humanos de los países emergentes, como si fuera el precio a pagar para que estos países cambiaran de modelo productivo y se incorporaran a la prosperidad. Esta valoración tan positiva debe contrastarse con otras evaluaciones como la que ha realizado Benjamin Hensler para el think tank estadunidense Center for American Progress, en su trabajo ‘Tendencias globales en la industria textil, 2001-2011’, donde se demuestra exactamente lo contrario a partir de un detallado análisis de los 15 países productores textiles más destacados.
Los sueldos en términos reales han bajado en una década y la diferencia entre el salario real y el salario mínimo vital se ha ensanchado. Los tres países con sueldos más elevados, que son China, Indonesia y Vietnam, se hallaban respectivamente en 2011 en el 36, el 29 y el 22 por ciento de lo que se considera el salario mínimo vital en cada uno de ellos; pero lo más destacable es que en Bangladesh, el país con crecimiento más rápido en este sector, donde son más frecuentes los siniestros y el que absorbe la mayor parte de la demanda que antes iba a los otros países gracias, es el que cuenta con los salarios reales más bajos, que significan solo el 14 por ciento del salario mínimo vital. De todos los países estudiados, solo China experimenta una rápida evolución al alza, que conducirá alrededor de 2023 a que los salarios reales alcancen el estándar del salario mínimo vital. Cinco países más, Indonesia, Vietnam, India, Perú y Haití, experimentaron también incrementos del salario real, pero deberán pasar 40 años o más para que lleguen a alcanzar dichos niveles salarios.
Mucho más que a la ocupación extensiva en una industria de escaso valor añadido como el textil, el estudio atribuye la salida de la pobreza a otros factores, como los incrementos legales del salario mínimo, utilizados por las autoridades como instrumento para aliviar la pobreza y evitar las tensiones sociales, o la aparición de otros sectores productivos con fuerte valor añadido y capacidad de empleo. Esto es exactamente lo que está ocurriendo en China, con el resultado de una creciente deslocalización en dirección sobre todo a Bangladesh. El estudio recomienda, para tal fin, un mayor respeto a los derechos humanos y sindicales y un mayor protagonismo de los sindicatos.
El caso que merece mayor atención es el de Blangladesh, que como hemos visto es donde se ha producido el mayor incremento de la producción y el mínimo incremento de sueldos. Dicho país ha pasado del séptimo al cuarto exportador textil a Estados Unidos y representa actualmente el 6 por ciento del total de las importaciones textiles americanas. El sueldo en la confección era allí en 2001 equivalente a 36’3 dólares mensuales y el de 2011 de 54’7 dólares, aunque tras el ajuste con la inflación el aparente crecimiento se traduce en un decrecimiento de 2’4 en términos de capacidad de compra. El textil de Bangladesh da empleo a unos cuatro millones de personas, que trabajan en 200.000 talleres. Sus 5.000 empresas conforman la industria más pujante del país, con unas exportaciones de unos 20.000 millones de dólares que representan el 17 por ciento del PIB. Su éxito se debe fundamentalmente a que paga los salarios industriales más bajos del mundo, aproximadamente 32 euros al mes.
En los últimos cinco años se han producido más de un centenar de incendios en los talleres bangladeshíes con un balance escalofriante de unos 700 trabajadores muertos. Pero el mayor siniestro del textil en toda la historia mundial de esta industria es el que se produjo en abril de 2013, cuando un edificio de Dacca de ocho plantas, denominado Rana Plaza, se vino abajo entero, con el balance de 1.129 muertos y centenares de mutilados y heridos entre las 2.500 personas que fueron rescatados con vida durante los 17 días posteriores al hundimiento.
En el colapso del rana Plaza se produjo, como ha sucedido en numerosos incendios, un comportamiento criminal de los capataces, puesto que en las vísperas del siniestro aparecieron grietas y se oyeron crujidos que sembraron la alarma entre los trabajadores, pero las empresas no ordenaron el desalojo y obligaron a los trabajadores a acudir igualmente al día siguiente; todo lo contrario de lo que hicieron los responsables de un banco, varias tiendas y algunas viviendas situadas en los bajos del edificio, que se encontraban vacíos en el momento del hundimiento.
El Rana Plaza era inicialmente un edificio de cinco plantas, destinado a centro comercial. Su propietario, Sohel Rana, dirigente de la Liga Awami, que es el partido del Gobierno, construyó ilegalmente tres plantas más y lo destinó a uso industrial, sin importarle el incremento de carga ni la fragilidad de la estructura. Como resultado del hundimiento hay varias personas procesadas, Sohel Rana entre ellas, además de siete inspectores municipales. También se han producido acuerdos entre algunas de las multinacionales occidentales del textil que fabricaban en el Rana Plaza para indemnizar a las familias de los muertos y de los heridos y para auditar e inspeccionar a partir de ahora de forma directa el estado constructivo de los talleres donde contratan.
Entre las empresas que fabricaban en el Rana Plaza, varias de las cuales son españolas, hay una amplia casuística en cuanto a comportamientos, desde la que inmediatamente indemnizó a las víctimas hasta la que se sigue desentendiéndose del siniestro y de las auditorias e inspecciones. Un gran número de compañías, no todas, firmaron un acuerdo con vigencia para cinco años sobre la seguridad constructiva y ante incendios de los talleres de Blangladesh que incluye estándares, inspecciones e indemnizaciones y afecta a una tercera parte de las instalaciones.
Pero las consecuencias del mayor accidente de la historia del textil no debieran terminar aquí. El hundimiento ha situado el foco internacional sobre las condiciones de trabajo y los sueldos de una de las ramas del consumo más populares en todo el mundo. Al igual que en el consumo de alimentos se impone un incremento de los controles de calidad, entre los que se incluye la trazabilidad de los procedimientos y materiales utilizados para evitar la adulteración, la contaminación o la caducidad, también en el textil debería existir idéntica posibilidad de seguimiento de la fabricación de las prendas, desde la cosecha de algodón o la fabricación de la fibra, pasando por el tejido, el corte y la confección hasta terminar en los estantes de la venta al por menor, para asegurar a los consumidores que las camisetas y calcetines que visten no están manchados con la sangre de víctimas como las de Rana Plaza.
Mientras no se implante el hábito o incluso la obligación, altamente deseable, de que las etiquetas incluyan los datos que permitan el control de una fabricación acorde con los derechos humanos, debiera ser norma de las grandes empresas del sector el exponer en sus webs corporativas toda la información y la documentación sobre los talleres donde fabrican, los salarios de los trabajadores y las auditorias e inspecciones a que se someten. Algunas empresas han iniciado este camino, pero hay muchas otras que de momento prefieren no oír ni hablar de este tipo de controles. Basta con consultar las webs corporativas de las grandes marcas para saberlo.
Buena parte del trabajo reivindicativo para mejorar las condiciones salariales y de trabajo en estos talleres ya lo han emprendido, como no pude ser de otra forma, los más directamente afectados que son los obreros del textil de los países exportadores con sus sindicatos y la ayuda de un buen número de ong’s dedicadas a derechos humanos y otras incluso especializadas en el textil. Pero falta todavía la presión de los consumidores, que solo puede realizarse sobre las grandes empresas comerciales en el sentido de exigir una transparencia total sobre la fabricación de las prendas que venden al público. Toda prenda que no vea documentada su fabricación ni en la etiqueta ni en la web corporativa del fabricante debería ser considerada como sospechosa por los consumidores y en consecuencia excluida de la compra.
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