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Columna
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El arte de lo imposible

La política es el arte de lo posible pero viendo los giros de François Hollande tenemos que darle la vuelta a la definición

Se dice que la política es el arte de lo posible, pero viendo los giros que está dando François Hollande, está claro que tenemos que darle la vuelta a la definición. Al ser elegido, prometió devolver la dignidad a una izquierda maltrecha por los años de gobierno de Sarkozy. Fiel a su programa, al llegar al Gobierno la emprendió con los superricos, incrementó el gasto social, activó las políticas de empleo, puso al frente de la cartera de Industria a un ministro partidario de la desglobalización, aprobó el matrimonio homosexual y aceleró la retirada de las tropas de Afganistán. Mientras la izquierda francesa disfrutaba de este festín ideológico, la socialdemocracia europea se regocijaba con lo que parecía el comienzo de la remontada electoral tras una larga travesía en el desierto. Eso sí, los ricos, la industria, la derecha católica y The Economist se echaron las manos a la cabeza por tanta radicalidad. Anécdota o categoría, Gérard Depardieu, personificación de la Francia resistente de Cyrano de Bergerac y Asterix el Galo se exilió a Rusia.

Fundido en negro. Unos meses más tarde, todo aquello parece un espejismo. El mismo Gobierno presume de mano dura ante los inmigrantes; su ministro del Interior, autor de la infame expulsión de Leonarda Dibrani, es el hombre más popular del país. A su vez, el presidente, denostado por una supuesta debilidad de carácter, se ha convertido en el mejor aliado militar de EE UU: se ha ofrecido voluntario para bombardear a El Asad en Siria, ha cuestionado el acuerdo nuclear con Irán y anda dando coscorrones a los islamistas por todo el Sahel, desde Malí a la República Centroafricana. Pero es en casa donde tiene lugar el cambio más visible: además de congraciarse con los católicos mediante una visita relámpago al Vaticano, da un giro de 180 grados en política económica. Ahora apuesta por las políticas de oferta, mima a los empresarios, reduce el gasto público y las cotizaciones sociales y quiere hablar de flexibilidad laboral, para lo cual consulta a Peter Hartz, el exjefe de recursos humanos de Volkswagen, arquitecto de los minijobs en Alemania (condenado, por cierto por sobornar a los sindicatos). La izquierda se queda boquiabierta y Paul Krugman monta en cólera. ¿Estamos hablando del mismo presidente?

No sabemos qué rondará la conciencia de Hollande, pero es probable que halle consuelo mirando a Berlín

No sabemos qué rondará la conciencia de Hollande, pero es probable que, de sentirse incómodo, encuentre consuelo mirando a Berlín. Allí, Angela Merkel, pese a su formación en física, no tuvo ningún reparo en humillar a sus socios de gobierno liberales y adoptar el programa máximo de Los Verdes decretando el fin de la energía nuclear. Como tampoco le ha temblado la mano ahora al instaurar el salario mínimo, elevar las pensiones más bajas y aumentar las ayudas sociales. En el país donde la exportación, la competitividad y el control de costes es la religión dominante, al menos para el empresariado, es indudable que la hija del pastor protestante ha pecado cediendo ante los socialdemócratas.

¿Estrategas visionarios, pragmáticos guiados por la responsabilidad u oportunistas compulsivos? Que cada cual saque sus conclusiones. Solo falta saber si la convergencia entre Hollande y Merkel será buena para Europa. Y parece que lo será.

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