En retaguardia
No es habitual que gobiernos y presidentes salgan a la calle en manifestación y menos todavía que las encabecen, no digamos ya que se dediquen a alentarlas y organizarlas con la profusión de medios y de presupuesto de que suelen disponer, a pesar incluso de los recortes. Lo dijo de forma precisa e inobjetable un editorial de La Vanguardia el pasado miércoles: "La responsabilidad de un Ejecutivo es la de gobernar, es decir, tomar decisiones destinadas al bienestar de los ciudadanos. La asistencia de un gobierno a una manifestación de carácter reivindicativo o de protesta es una anomalía, porque su obligación es gestionar esa reivindicación o resolver las causas de la protesta. Asistir en bloque es como asumir que no se está capacitado para esa resolución".
El primero en incumplir esta regla fue el último anterior presidente de la Generalitat, José Montilla, precisamente en la manifestación fundacional de la actual y compleja crisis catalana, cuando miles de personas desfilaron por el paseo de Gracia el 10 de julio de 2010 para expresar su rechazo a la sentencia del Tribunal Constitucional que anulaba 14 artículos del Estatuto de Cataluña. Aquella manifestación iba encabezada por una pancarta que decía Som una nació, nosaltres decidim. La abundancia de esteladas fue ya significativa. Montilla tuvo que ser rescatado del asedio de un grupo de manifestantes. Y todos los comentaristas concluyeron que el autonomismo había cedido allí el testigo al soberanismo independentista en la centralidad del espacio político catalán y del catalanismo.
Artur Mas llegó con la lección aprendida. No estuvo el 11-S del 2012, momento culminante y punto de giro para él mismo, su gobierno y su partido, y no estará tampoco en la cadena humana de este próximo 11-S. En la manifestación del pasado año, la del millón y medio de las cifras oficiales, la posición del presidente Mas evolucionó sobre dos ejes definitorios: uno, sobre el contenido de la reivindicación, del pacto fiscal y hacia la independencia; y otro, sobre su eventual participación. El presidente muy rápidamente encontró la piedra filosofal que le permitió estar sin ir, presidir la manifestación sin moverse de su despacho. Mediante un apoyo sin matices y con la deferente recepción en el Palacio de la Generalitat a los líderes de la protesta, salió del 11-S todavía más líder de los manifestantes de lo que lo era el día antes. Del mar de esteladas surgió el Moisés dispuesto a guiar al pueblo hacia la tierra prometida.
Las elecciones del 25N y su resultado tan decepcionante desembocan ahora en otro modelo distinto para 2013. Un presidente no debe encabezar manifestaciones, pero todavía menos puede ir a una cadena en la que no hay quien encabece ni presida. La fórmula tiene la genialidad de expresar el estado de las cosas. La dirección del movimiento no está en la mayoría parlamentaria ni siquiera en los partidos de gobierno. Nadie puede capitalizar personalmente una participación de adscripción nominal, en la que se espera un número de asistentes más acotado pero a la vez con actitudes más militantes e ideológicamente definidas.
Si en 2012 era plausible un independentismo de circunstancias, económico o de protesta, quienes participen en esta de 2013 no pueden engañarse sobre el objetivo al que se suman uno a uno nominalmente, que no es la consulta sino la independencia, con consulta o sin ella, legal, alegal o medio pensionista. Las razones para que Artur Mas no vaya este 11S son más sólidas que en el anterior.
En un año se ha invertido la ecuación y ya no es un presidente al que sigue la gente sino un presidente que va a remolque de la gente. La foto de Mas encadenado hubiera sido letal para su imagen presidencial.
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