La ‘primavera árabe’ se marchita
La intervención militar en Egipto muestra a los países de la región la complejidad de una transición democrática
La intervención del Ejército para reconducir la contestada transición política en Egipto va a tener efectos más allá de las fronteras del mayor país del mundo árabe. Si el triunfo de la revuelta egipcia en 2011 se consideró clave en la propagación de la primavera al resto de esa región geopolítica, el golpe militar para frenar a los islamistas, que han sido sus principales beneficiarios, también envía un poderoso mensaje a los vecinos, donde la transformación sigue a distintos ritmos y con resultados desiguales. Pero los analistas discrepan sobre si el resultado va a debilitar o reforzar esos procesos hacia la democracia.
“El golpe es un mensaje a los árabes de que el cambio a través de medios democráticos no es posible”, declara el exdirector general de Al Yazira Waddah Khanfar, por teléfono desde Doha. En su opinión se trata de “una oportunidad perdida para la transformación política” que va a tener consecuencias “negativas y peligrosas para toda la región”.
Al otro lado del espectro, George Irani, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Americana de Kuwait, lo interpreta como “un aviso a los Hermanos Musulmanes y el resto de las fuerzas islamistas en la zona de que no pueden imponer sus puntos de vista en la sociedad”. El analista sirio Talal el Atrache, por su parte, afirma que la intervención militar “está destinada a rectificar las derivas de la primavera árabe”.
Dos años después del inicio de aquellos levantamientos populares, cuatro países se han librado de sus dictadores (Túnez, Egipto, Libia y Yemen) y dos están inmersos en un conflicto fratricida de distinta intensidad (Siria y Bahréin). Sin embargo, la sacudida ha afectado a toda la región. Incluso las monarquías árabes más estables han actuado para contrarrestar sus réplicas y, sobre todo, poner coto al avance de los Hermanos Musulmanes a los que perciben como los mayores beneficiarios del cambio y la principal amenaza a su poder absoluto.
Las urnas les han dado el poder en Egipto y Túnez, y las armas, influencia en Libia y Yemen. En Siria, el régimen ha jugado la carta sectaria (y los países del Golfo que apoyan a los sublevados le han hecho el juego), sumiendo el país en la actual espiral sangrienta. En Bahréin, la composición confesional del reino (dos tercios chiíes con una monarquía suní) ha marcado unas reglas distintas, y solo la contención de los opositores ha evitado que el conflicto degenere en una guerra civil abierta, aunque la represión ha radicalizado a los más jóvenes y la fractura social sigue agravándose.
Khanfar, que en la actualidad dirige el foro de reflexión Al Sharq, se muestra convencido de que quienes en la región han celebrado el golpe egipcio son “aquellos a los que la primavera árabe afectó de forma negativa”. Cita como ejemplo al presidente sirio, Bachar el Asad, que ha recibido la destitución del egipcio Mohamed Morsi como una premonición de su propio triunfo. La oposición siria, aunque variopinta, está articulada sobre una base esencialmente islamista suní, la misma ideología de la hermandad egipcia.
Aunque por distintas razones, lo mismo puede decirse de Arabia Saudí, cuyo monarca fue de los primeros en felicitar al nuevo Gobierno egipcio. El rey Abdalá, que apoya sin fisuras el relevo de El Asad, comparte sin embargo la repulsión del presidente sirio hacia los Hermanos Musulmanes. Igualmente satisfechos con el golpe, aunque más discretos en su efusividad, están los gobernantes de Emiratos Árabes Unidos, donde esta semana se ha condenado por conspiración a 69 acusados de pertenecer al capítulo local de la cofradía. Abu Dhabi, el principal de los siete emiratos, acoge a Ahmed Shafiq, el último primer ministro de Mubarak, desde su derrota por Morsi en las elecciones del año pasado.
La excepción entre las monarquías de la península Arábiga es Qatar, cuya activa política exterior de apoyo a los islamistas ha sufrido un revés. El jeque Hamad, que el mes pasado cedió el poder a su hijo, hizo una apuesta por el islam político desde el inicio de las revueltas populares, tal vez con la idea de forjar una alianza que reforzara la posición regional de su riquísimo, pero pequeño país. Su apoyo a los Hermanos Musulmanes empezó antes de que Morsi llegara al poder y desde entonces su asistencia al Gobierno egipcio se estima en 8.000 millones de dólares. También respaldó a los rebeldes libios y ha intentado replicar el modelo con Siria.
Ahora la pérdida de poder de Morsi, se suma a las crecientes críticas por el descontrol de las milicias en Libia y el cariz radical e intratable que ha tomado la oposición siria. Algunos analistas, como el libanés Irani, opinan el malestar de Estados Unidos con esta situación ha pesado en el cambio de líder en Doha. En cualquier caso el nuevo emir, el jeque Tamim, va a afrontar un entorno regional diferente.
“Si la transición actual triunfa, la segunda revuelta egipcia repercutirá en todo el mundo árabe y se erigirá como un modelo. Marcará el principio del fin para los islamistas”, aventura El Atrache, el analista sirio. Sin ir tan lejos, Irani considera que la intervención del Ejército supone “un importante empujón para los liberales y los musulmanes moderados”. No obstante, admite que los 13 millones de egipcios que votaron por los Hermanos Musulmanes plantean un reto y que existe riesgo de guerra civil. “Va a depender de cómo evolucione la situación económica”, apunta.
Khanfar no comparte la idea de que ese grupo vaya a desatar una guerra civil. “Si llega a haber violencia, no vendrá de la hermandad, sino de los yihadistas y de Al Qaeda, que se sentirán reivindicados, ya que siempre han criticado la entrada de aquella en la política y defendido que la democracia no funciona”, recuerda. Este analista palestino se muestra no obstante optimista.
“La primavera árabe todavía tiene tiempo de crecer y madurar. Lo ocurrido en Egipto ha sido un contratiempo, pero los árabes van a continuar el camino hacia la democracia”, asegura convencido de que los militares no van a tener éxito. “A medio plazo, su decisión se va a convertir en un problema, y eso servirá de ejemplo para el resto. Cualquier proceso político civil es mejor que la vía militar”, añade antes de recordar que el Ejército ya estuvo en el poder un año y fue incapaz de poner en marcha ningún cambio.
Las otras primaveras
Descontado el caso de Siria, donde la guerra civil desangra el país, y Bahréin, donde la represión abortó las expectativas de cambio, éste es un breve repaso a las otras revueltas populares que como la egipcia lograron deshacerse de su dictador.
Túnez. Como en Egipto, los islamistas obtuvieron el mayor número de votos en las primeras elecciones. Sin embargo, a diferencia del Partido de la Justicia y la Libertad (el brazo político de los Hermanos Musulmanes egipcios), Ennahda ha gobernado Túnez en coalición con dos partidos laicos. Aún así, una minoría islamista radical sigue amenazando esa convivencia y ha habido tensiones graves como tras el asesinato del político laico Chokri Belaid el pasado febrero que provocó los mayores disturbios desde el derrocamiento de Ben Ali.
Libia. El mayor reto proviene de la ausencia de estructuras estatales y de la negativa a desarmarse de las diversas milicias que lucharon contra Gadafi. De hecho la violencia ha aumentado en los últimos meses, desatando el temor de que pueda reanudarse la guerra civil. Las disputas de esos grupos armados por el control de los beneficios del petróleo también causan frecuentes interrupciones de la producción y aumenta el riesgo de desestabilización. En lo político, una radical ley de “aislamiento político” priva al país de destacados tecnócratas por remotas conexiones con el antiguo régimen.
Yemen. El mundo se despidió de una revuelta a la que nunca presto el mismo interés que a las del norte de África con el plebiscito al nuevo presidente en febrero de 2012. Desde entonces, algunas cancillerías extranjeras ponen la transición lanzada bajo el patrocinio del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) como un modelo. Pero la segunda pata, el Diálogo Nacional, que se inició el pasado marzo, para debatir un nuevo contrato social entre gobernantes y gobernados, y redactar una nueva Constitución, no ha logrado movilizar a la mayoría de los yemeníes. Sin su implicación resulta difícil como va a salvar los grandes retos que amenazan el país: desde la pobreza hasta el separatismo del Sur y la insurgencia de los Huthis.
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