Credo independentista

Cuando una idea adquiere popularidad y se extiende hasta los umbrales de las mayorías sociales se producen dos efectos: de una parte, se trivializa; y de la otra, se adapta a la diversidad de las gentes. Son las dos caras de la democracia: la extensión perjudica a la intensidad, a la exigencia. Algo así sucede con la idea política de moda en Cataluña, el independentismo.
Como es lógico, esta paradoja no es un problema para el actual proyecto que encabeza Artur Mas, al contrario. Para conseguir el objetivo necesita que la idea se difunda, trivialice y termine contando con aquella mayoría indestructible que pidió infructuosamente para sí mismo en la campaña electoral.
No es exactamente este el independentismo que se está extendiendo, aunque las formas de su popularización hayan adoptado la estrella solitaria de la insurrección, sea la azul o sea la roja, característica de esta tendencia hasta ahora minoritaria del catalanismo. La novedad es el independentismo económico, surgido con la crisis, enervado por los recortes y la falta de liquidez de las administraciones públicas y amplificado por la envergadura de las cuentas del déficit fiscal que sufre Cataluña, tal como las presenta y difunde el Gobierno catalán, ante la estupefacta pasividad y el negacionismo del Gobierno de Rajoy. Xavier Vidal-Folch cuenta con detalle los pormenores de este independentismo en su libro recién salido del horno ¿Catalunya independiente? (La Catarata) y específicamente en un capítulo titulado precisamente Las causas económicas.
Pero hay más matices en el neo independentismo en boga, hijos de actitudes subjetivas, lógicamente, pero con un claro correlato objetivo. Hay un independentismo lingüístico, de cuya intensidad el ministro José Ignacio Wert tiene alguna responsabilidad. Como hay un independentismo político de siembra reciente, abonado por el temor al neocentralismo del PP y al caudillismo de José María Aznar: ahí está el torrente de loas al ex presidente del Gobierno por sus incendiarias declaraciones de la pasada semana desde el independentismo genuino para dar prueba de los efectos benéficos de su amenaza. Y hay incluso un independentismo guay, hijo de todos los otros, que Sergi Pàmies identificó muy prematuramente (Indepedenguais, La Vanguardia, 24 de agosto de 2012), y que corresponde, se supone, al grado máximo de trivialización y se traduce en una reivindicación ingenua y sin contrapartidas, gratis total, o como máximo según el esquema de la máquina expendedora para la que siempre hay algo en el bolsillo: bastará meter las monedas de un deseo muy intenso y extendido, expresado naturalmente en una consulta, para que salga la botella redonda, burbujeante y fresca de una Cataluña independiente.
Todo estos independentismos cuentan con grados de adhesión y volatilidad muy variados. Si las cosas ruedan mal para el proyecto, buena parte de los conversos verán como sus creencias empiezan a resquebrajarse. El independentismo oportunista fácilmente puede convertirse en federalismo, por más denostado y desaparecido que hoy se le declare. Ya hemos conocido estos cambios en anteriores ocasiones en Cataluña, un país históricamente salvado por su capacidad de adaptación.
Al independentismo extenso le sucede como a la religión. No podemos saber qué sucede en el corazón o en la cabeza de los creyentes, si su fe es auténtica o impostada y oportunista, pero a cada uno de los feligreses se le exige rezar en voz alta la adhesión al dogma, un credo que se desdobla en las dos oraciones que hay que recitar con fervor: Cataluña tiene un déficit fiscal del 8'5 por ciento, por tanto España nos roba; y en caso de celebrarse una consulta, votaré por la independencia.
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