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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La energía como método

Margaret Thatcher nació para mandar. Sus ojos claros, sus manos, su boca vivaz y casi siempre dispuesta a responder atacando… Ella estaba preparada para asumir el mando, de una casa, de un municipio, del rellano de una escalera, de un país

Juan Cruz

Margaret Thatcher nació para mandar. Sus ojos claros, sus manos, su boca vivaz y casi siempre dispuesta a responder atacando… Ella estaba preparada para asumir el mando, de una casa, de un municipio, del rellano de una escalera, de un país. A su alrededor no se movió nada, mientras mandó, que ella no decidiera; y cuando perdió el mando, tras una revuelta conservadora, se fue amansando como una persona a la que le hubieran quitado la enorme energía que la convirtió en interlocutora temible para los que tras unas horas de discusión fueran vencidos por el sueño. Cuando dejó el mando, ya dejó de ser la Thatcher, fue Margaret Thatcher; escribió libros para contar qué fue como mandataria, pero cuando llegó al segundo tomo de sus memorias y tuvo que decir cómo había dicho adiós a todo esto ya se podía vislumbrar en su mirada, en sus ojos antes vivaces, en sus manos hechas para señalar y dirigir, cómo era esta mujer plena de energía hasta que le quitaron la alfombra del poder del suelo.

Era una mujer inglesa, de los Midlands, y mandando era eso, la hija de un tendero que había decidido que las compras y las ventas se tenían que hacer de otra manera. Algún día dijo que todo lo aprendió allí, en las tiendas. En ese territorio de tenderos y de servicios, donde mandar no es cualquier cosa, en la casa o en la tienda, supo que eso, atender y dirigir, seleccionar y obligar, es lo que se supone que debe hacer una persona bien nacida, fabricada por la historia doméstica para poner las cosas en orden, y además mandando a callar. La hija de un tendero que cuando se ponía el uniforme de ordenar enviaba a todo el mundo de zafarrancho de combate. Ese espíritu no lo perdió nunca; en sus memorias se la ve mandando en lo menudo y en lo grande, fijándose en las pequeñas cosas (el ahorro, los puestos de trabajo de los que había alrededor, las menudencias e incluso la miseria), y también en las de mayor calado, sin olvidar nunca el patio de atrás, los electores, la gente con la que en otro tiempo se encontró en el rellano de la escalera o en la estación gris de Grantham.

Fue elegida por eso, porque hablaba a los ojos en un país en el que se pide perdón o permiso para entrar en los retretes. Ella era una mujer cualquiera, de su pueblo y de todas las estaciones; no la asustaban ni las guerras grandes ni las guerras de los suyos. Por decirlo como entonces se decía en Inglaterra, era una mujer que llevaba los pantalones. Los llevó mucho rato. Al liderazgo mansurrón de Edward Heatn le hacía falta, en el Partido Conservador, una persona de arrestos, alguien que subiera la gradación de las órdenes, que no se parara en barras. A Harold Wilson, en el laborismo, lo había sucedido un mansurrón, James Callaghan, y aquel país iba al desastre, decía ella. Lo gritaba en los mítines; escuchaba a asesores ultraconservadores, como sir Keith Joseph, que contribuyó con sus consejos a hacerla aún más conservadora que liberal. Ella consideró, desde antes de asumir el poder, y lo asumió de qué manera, que a Gran Bretaña le hacían falta lecciones de moral y de energía, liberalismo en vena; y por tanto inició una persecución sistemática de los sindicatos, redujo su presencia poco a poco a la presencia testimonial de un grupo al que sólo le faltó tacharlos de hoolingans para completar la revisión radical de su presencia en la sociedad. Como quiso, también, tener presencia internacional, y su mandato coincidió con el de Reagan, encontró el camino expedito para ser ella la comandante en jefe europea del liderazgo liberal norteamericano. Había sido presentada en sociedad como una mujer que venía a modernizar el partido; lo que no sabía su partido era que al final del día de su mandato ya nadie podía conocer al viejo partido tory. Ahora era el partido de la Thatcher. Acaso por eso último se la quitaron de encima.

Vino a España a presentar sus sucesivos libros de memorias (dos volúmenes) cuando le habían dado ya ese hachazo. En la primera ocasión (1994) aún tenía restos de aquella energía. Resistió noches enteras de discusión con notables de la política y los medios españoles, les discutió hasta el color del cielo de la boca, y bebió como cualquiera, y un poco más whisky. Whisky, le gustaba el whisky. En la segunda ocasión, dos años más tarde, ya la vida le fue diciendo a su oído adiestrado para las malas noticias que nadie la esperaba para el té fuera de su casa y de algunos circunloquios así. No lo diría nunca, porque era tan orgullosa como sus ojos, sus manos, su boca vivaz, y porque había nacido para mandar, pero hubo un instante en que la venció la melancolía de los que pierden su energía cuando ya no tienen el sitial desde el que dieron órdenes. Se murió ahora, pero hace rato que supo que el final viajaba con ella.

Juan Cruz fue corresponsal de EL PAÍS en Londres entre 1976 y 1978 y editor de los libros de memorias de Margaret Thatcher.

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