Doble sorpresa en Roma
La elección revela que en la pugna no ha ganado la curia, sino la periferia de la Iglesia
La Iglesia ha quebrado un tabú importante en la historia reciente y el papa esta vez ha salido de Europa para volar hacia uno de los países del nuevo mundo donde se juega especialmente su futuro. A pesar de que el cardenal Bergoglio había sido el que más votos había recibido en el cónclave anterior que eligió al cardenal Ratzinger, esta vez nadie hubiese apostado por él.
Hará falta un poco de tiempo para poder medir mejor el significado último de esta elección, en este momento crucial que vive la Iglesia atravesada por escándalos y luchas intestinas en la Santa Sede.
Está claro que los cardenales han desoído el consejo de elegir a un papa joven, con fuerzas y pulso para imponerse a la curia y a sus luchas internas. Francisco I tiene casi la misma edad que tenía Benedicto XVI cuando fue elegido papa y hoy se decía que no debía ser escogido un papa de tanta edad.
Quizá haya pesado en la decisión de los cardenales que no son de la curia, la biografía en materia de pobreza de Bergoglio, que ha escogido el significativo nombre de Francisco I, considerado en la Iglesia el más parecido al profeta de Galilea en su preocupación por los pobres.
Los escándalos de la banca vaticana habían sido la semana pasada una de las mayores preocupaciones de los cardenales llegados de fuera de Italia, y, más aún, de fuera de Europa.
La elección de Francisco I revela que en la pugna no ha ganado la curia, sino la periferia de la Iglesia que ha preferido dar carpetazo esta vez a una tradición milenaria de papas europeos, aunque también es cierto que Bergoglio ha necesitado de votos europeos para poder ser elegido.
Lo más importante en la elección del papa argentino, hijo de italianos, es que a partir de esta elección que ha quebrado el tabú geopolítico del papado, las puertas quedan abiertas en el futuro para que el papa pueda ser elegido en cualquier otro continente.
No sabemos si Francisco I ha sido votado con la intención de ser un papa de transición, como lo fue la elección del anciano Juan XXIII. Aún así, los papas de transición suelen ser a veces los más propicios a dejar abiertas las puertas como lo hizo Angelo Roncalli convocando sorpresivamente el Concilio Vaticano II
Al nuevo papa se le presentan retos más importantes que los de poner orden en la curia y en las finanzas vaticanas. Tiene por delante la posibilidad de quebrar otros tabúes que la Iglesia hasta hoy no ha conseguido doblegar.
Basta dar un vistazo a las redes sociales en estos días de cónclave, para entender el abismo que existe entre lo que sobre la Iglesia piensan los cristianos de la calle y las escenas medievales que se están escenificando en el Vaticano.
Y no me refiero a los cristianos rebeldes. Son muchos los blogs y redes que albergan comentarios de grupos cultivados de cristianos de fe que no acaban de entender por qué la Iglesia de Cristo continúa aprisionada por tantos prejuicios que son ajenos a su tradición original.
Tan arraigados están esos tabús que llegan a aparecer intocables. El enrocarse en esos convencionalismos que contradicen el pulso del mundo y desconciertan y desalientan a millones de católicos, es lo que impide a la Iglesia abrirse a la realidad en la que vive.
Una de las supersticiones de la Iglesia es que no puede seguir el paso del mundo porque ella vive en otras categorías de tiempo. Son mitificaciones que han acabado fosilizándola.
En sus orígenes, las que están en la raíz de su existencia, la nueva Iglesia que comenzaba a pergeñarse bajo la inspiración del profeta rebelde de Galilea era todo lo contrario: se adelantó a su tiempo, fue rasgadora de tabús.
Los primeros cristianos fueron todos iconoclastas, se rebelaron contra la tradición y abrieron caminos nuevos, a costa las más de las veces de la propia vida.
Con el tiempo, la Iglesia se ha ido revistiendo de todos los trajes del poder y se ha aferrado a la defensa de la tradición para defenderse de lo nuevo que nacía en el mundo, carcomiendo su poder y abriendo espacios de democracia, libertad y defensa de los derechos humanos.
Hoy la Iglesia es la más atrasada de todas las otras instituciones políticas y sociales. Mantiene aún una monarquía absoluta con el plus de la infalibilidad para el monarca.
Es la única institución que sigue discriminado a la mujer sin permitirle entrar en el sacerdocio. Hoy la mujer, en el mundo civil, puede serlo todo menos sacerdote. Lo pueden ser en otras comuniones cristianas. Hasta el judaísmo empieza a aceptarlas como rabinas en las sinagogas.
La Iglesia mantiene el tabú de su poder temporal con el papa jefe de Estado y su tentación de intervenir en los asuntos temporales. Su figura, hoy totalmente mitificada por el tiempo y los oropeles medievales que persisten en la Iglesia, es algo arcaico y que no corresponde a la tradición de la Iglesia donde existían patriarcas regionales, con poderes sobre sus iglesias, que todos se llamaban papa y que convocaban sus propios concilios y sólo en momentos de graves conflictos doctrinales o disciplinares se reunían para resolverlos.
Sin tocar un ápice la fe, y menos la fe de la primera comunidad cristiana, la Iglesia podría cambiarlo casi todo. Lo sostienen todos los teólogos modernos.
Para volver a sus orígenes, la Iglesia debería bucear más en las escrituras, que son su constitución, y menos en la teología escolástica o en los códigos del Derecho Canónico.
No acaso, después del Concilio, la mayoría de los sacerdotes que habían cursado estudios bíblicos y habían estudiado más los orígenes del cristianismo que la teodicea o el derecho eclesiástico, acabaron dejando a la Iglesia. Veían su estructura actual más como un montaje de poder operado a lo largo de los siglos que como un verdadero motor de espiritualidad y de fermento para hacer crecer la esperanza del mundo, sobre todo la de los más desesperados, la de aquella caravana de últimos que fueron la primera iglesia del profeta perturbador de sacerdotes y fariseos judíos.
El cristianismo fue fruto de una herejía, y hoy la Iglesia se atrinchera en sí misma y en sus dogmas y condena a sus mejores teólogos y biblistas bajo el miedo de fantasiosas posibles nuevas herejías.
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