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Tribuna
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Habemus Papam

La tarde del martes 19 de abril de 2005 pudo haber transcurrido con el mismo júbilo que la de cien, quinientos, mil años atrás en Roma: cuando unos aplaudían, se persignaban, otros levantaban la cara al cielo; los fieles corrían para llegar a San Pedro e impregnarse de las palabras Habemus Papam acompañadas por el tañido de todas las campanas de la ciudad. La excitación colectiva venía del boca a boca que se había iniciado cerca de las cinco, cuando una primera mirada de las miles de personas que se congregaban en la plaza de San Pedro horas antes a la espera de noticias, advirtió el humo blanco que salía de una de las chimeneas del Palacio del Vaticano, vacío como sede desde la muerte de Juan Pablo II varios días atrás.

Llegué a la residencia de la Embajada de México alrededor de las seis de la tarde, cuando ya un hervidero de gente corría de un lado a otro en el centro histórico de la ciudad. Esa tarde no sólo turistas lo transitaban, sino miles de romanos, niños, adultos, ancianos que empuñaban con más fuerza que la cotidiana su bastón sobre las calles empedradas para llegar a la Plaza de San Pedro. La naturaleza de su emoción y la velocidad con que corría la noticia, sólo se explicaban por la expectación creada por el minucioso ritual del cónclave y su hermetismo, por su simbolismo y su secrecía, al mismo tiempo que por el deseo de todos de participar de él, de ser parte del acontecimiento espiritual y universal, que une al hombre con la historia y con lo que más venera.

Por el timbre de la casa pedí a mi esposa que bajara inmediatamente y juntos nos apresuramos al lugar donde se pronunciarían las mágicas palabras de Habemus Papam. Recorrimos pocas calles hasta llegar al Lungo Tevere y cruzar el Puente enmarcado por unos ángeles de Bernini que conecta el centro histórico con los antiguos dominios papales, como el Castel Santangelo,donde las multitudes impedían ver la estructura completa que un día resguardó al Emperador Adriano para la eternidad y de la cual, en el curso de los siglos –los del esplendor de la iglesia católica–, esas cenizas se dispersaron.

Seguía sumándose más y más gente a esa muchedumbre en movimiento que sólo buscaba ocupar un pequeño espacio en la Plaza de San Pedro para conocer el nombre del nuevo Papa y verlo por primera vez ya ungido.

Al llegar seguía corriendo el humo blanco por la calderilla y la gente aplaudía, sonreía y compartía un momento que pocas veces vería repetirse. Las campanas, desde las seis en punto, como marcaban los relojes colocados en lo extremos de la fachada de la Basílica, empezaron a repicar con toda fuerza; a vuelo cumplían su voz de júbilo.

Ya no eran los gestos de tristeza que habían llenado la misma plaza unas semanas antes, los que habían seguido la agonía de Juan Pablo II, cuando miles se reunían para rezar durante sus últimas noches de vida. Decenas con rosarios en la mano, grupos de religiosas hincadas con una vela encendida en la mano, al tiempo que sus bocas hacían oír cantos en latín; otras de pie, rezando, mientras una invitaba al paseante al rezo. Filas de personas tomadas de la mano y no pocas de ellas con las palmas de la mano volteadas hacia el palacio papal.

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Yo había estado ahí dos noches seguidas, invadido por la curiosidad de compartir un duelo colectivo. La segunda había llegado en bicicleta, único medio de transporte eficaz en tales circunstancias, llevando en la canasta a mi pequeña hija María de dos años, quien al llegar a la plaza se sumó a los cientos de niños que corrían de un lado a otro y compartían con sus padres las pizzas que se vendían en pequeños puestos ad hoc, mientras otros más, turistas, parecían no entender los porqués de ese fervor.

Las miradas confluían en la habitación de pontífice, situada en el tercer piso a un lado de la fachada central de la basílica. Todos pendientes de que estuviera iluminada; la extinción de la luz sería la señal del fin de su vida.

A las 18.43 callaron los campanarios y los gritos de la gente cesaron. Se abrieron las puertas centrales del llamado balcón de las bendiciones junto con la cortina de gasa blanca que las cubría, y apareció el Cardenal chileno Méndez, elegido como protodiácono para dar la noticia, acompañado por dos sacerdotes, a través de un gigantesco micrófono que desentonaba en el fasto vaticano. Quedaron enmarcados por una enorme cortina de damasco o terciopelo rojo sujetada por unos enormes cordones dorados y entonces el cardenal pronunció en cinco idiomas “Queridos Hermanos, Habemus papam, Eminentisimus ad Reverendisumum Dominom, Cardenalis Ratzinger, Benedicti XVI. Habemus papam.”

La gente levantaba pequeños crucifijos, ondeaba banderas de todos los continentes, se abrazada, silbaba, gritaba, mientras caía sobre el barandal un repostero con el escudo del pontificado en que destacaba una M significando su devoción por María. Segundos después se vio la sombra de un cortejo precedido por un obispo que portaba un báculo y atrás, flanqueado por otros dos religiosos, apareció Benedicto XVI, investido con sotana blanca cubierta por una casulla roja, minutos antes ajustada a su cuerpo, y una estola con escenas de la vida de Cristo bordadas en hilo dorado, sonriente y apretando su manos levantadas, que sólo se separaban para enviar bendiciones a la multitud. Los gritos cesaron. Sólo dijo en italiano: Los señores cardenales me han elegido a mí, humilde trabajador en la viña del Señor. Luego dio su primera bendición a toda la plaza como Sumo Pontífice de la Iglesia Católica.

Terminaba la jornada cardenalicia que había comenzado ese día a las siete de la mañana, cuando todos se habían reunido en la misa en busca de la inspiración del Espíritu Santo y, al final, llegaron en procesión hasta la Capilla Sixtina donde, después de varias votaciones, cuatro fumatas negras, fue posible pronunciar las palabras Habemus Papam.

*Rafael Tovar y de Teresa es actualmente Presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y en 2005 era Embajador de México en Italia.

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