El Príncipe y la Fortuna
El vacío es enorme. Un gran actor acaba de desaparecer del escenario político internacional. Este hombre ha dado horas de gloria al espectáculo de la política, un blasón que pocos profesionales pueden lucir en esta época más bien gris y desangelada. Y las ha dado más por sus cualidades personales, sobre todo la espontaneidad y viveza torrencial de su verbo fácil que por sus ideas o por una meditada estrategia. Es más virtuosismo que guion, más calidad actoral que dirección, más instinto que inteligencia, aunque esta tampoco le ha faltado a la hora de alcanzar el poder y sobre todo de mantenerlo y de concentrarlo en sus manos.
Tenía dos virtudes básicas en un político: instinto y voluntad de poder. Sin instinto no se puede aprovechar la oportunidad, el regalo que la fortuna proporciona en dosis variables pero que solo unos pocos saben utilizar cuando se recibe. Sin voluntad de poder no se puede dar un golpe militar, sobrevivir a otro, ganar cuatro elecciones, un referéndum revocatorio y otro de reforma constitucional, para terminar políticamente invencible en la cama, abatido solo por la enfermedad y no por el enemigo, a pesar de la fantasía sobre un cáncer inducido por Estados Unidos lanzada por el vicepresidente Nicolás Maduro.
Maquiavelo describió el momento crucial en que se encuentran el Príncipe y la Fortuna. En el caso de Hugo Chávez se produjo por primera vez el 3 de febrero de 1992, en el desenlace del golpe militar encabezado por el coronel contra el presidente Carlos Andrés Pérez. Sus biógrafos Cristina Marcado y Alberto Barrera Tyszka dicen de su actuación que convirtió “un mal golpe de Estado en el mejor anuncio publicitario de la década” (Hugo Chávez sin uniforme. Una historia personal, Debate). Su carisma y su mito son hijos directos de la buena suerte y de los reflejos en aquella madrugada de fracaso y derrota.
Empezó a triunfar como actor ante las cámaras en el mismo momento en que fracasó como golpista
Aquel lunes Chávez parece el coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero poco más de diez años antes en Madrid. Está al mando de un batallón de paracaidistas, 440 soldados, a los que embarca en seis autobuses sin “tener la menor idea de que son conducidos a una sublevación, en la que sus superiores pretenden que se jueguen la vida por un proyecto político que ignoran por completo”, según cuentan Marcado y Tyszka.
La suerte de unos es la desgracia de otros. Carlos Andrés Pérez supo moverse a toda prisa, intervino tres veces en televisión y, sobre todo, no se dejó apresar por los golpistas. Pero cometió dos errores, una vez ya era evidente el fracaso del golpe. Mandó a un general amigo de Chávez a negociar su rendición, el equivalente del general Armada, que le garantizó unas condiciones de entrega favorables, sin desarmarle previamente ni esposarle, tal como había ordenado el presidente, y probablemente con tiempo para hacer llamadas y destruir pruebas y rastros. Y luego permitió que se dirigiera a los comandantes que todavía no se habían rendido por la televisión nacional en directo y sin censura.
Las palabras de Chávez han pasado a la historia, porque en vez de una rendición se convirtieron en una reivindicación y una promesa: “Primero que nada quiero dar los buenos días al pueblo de Venezuela, y este mensaje bolivariano va dirigido a los valientes soldados que se encuentran en el regimiento de paracaidistas de Aragua y en la brigada blindada de Valencia. Compañeros: lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados en la ciudad capital”. A ese amenazante por ahora que ha pasado a la historia se suma la personalización y reivindicación de la entera responsabilidad del golpe, que le convierten en el candidato a caudillo que esperaba al menos una parte de la izquierda.
Así empieza Chávez, en directo ante las cámaras y sin papeles. Así construirá toda su carrera presidencial y su carisma, con las dotes de improvisación de los grandes profesionales de la escena: como el actor que supo ser y no como el fracasado militar golpista que también era. Y así termina también, en un despliegue de medios escenográficos para representar su desaparición, casi martirio, como un nuevo avatar milagroso de la historia bolivariana, en el que combaten el bien y el mal y prevalece el pueblo fundido con su líder fallecido. Eso dice su último tuit del 18 de febrero (4,1 millones de followers): "Sigo aferrado a Cristo y confiado en mis médicos y enfermeras. Hasta la victoria siempre! Viviremos y venceremos!!".
Una vez pase el luto, con las elecciones oportunamente de por medio, el escenario sin ese actor queda vacío. Así es el poder personal, por encima de leyes e instituciones, aunque tenga su origen en las urnas. Cuando muere un caudillo cae un pesado y oscuro telón de incertidumbre que se declina de distintas formas: la sucesión, el legado, la continuidad, la estabilidad, el futuro... Y según una fórmula históricamente comprobada: a más caudillo, mayor la incertidumbre.
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