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PERFIL

“Yo ya soy un Papa viejo”

Benedicto XVI se ha visto incapaz de gobernar la Iglesia en medio de numerosos escándalos Quiso poner en orden la moral y las cuentas vaticanas

SCIAMMARELLA

Durante meses, en plena vorágine del caso Vatileaks, algunos sectores de la curia –los diplomáticos vaticanos— pidieron a Benedicto XVI que destituyera a su viejo amigo y teórico hombre de confianza, el cardenal Tarsicio Bertone, secretario de Estado del Vaticano. Algunos lo consideraban un advenedizo, sin el mundo suficiente para desempeñar un cargo de tanta prestancia, y otros un obstáculo para los deseos de Joseph Ratzinger de poner orden en la moral y las cuentas vaticanas. A unos y otros, el Papa alemán despachaba con la misma frase: “Yo ya soy un papa viejo…”.

Joseph Aloisius Ratzinger, nacido el 16 de abril de 1927 en Baviera, llegó a la silla de Pedro con fama de duro, de inquisidor, de guardián de la ortodoxia, sin duda porque durante 23 años, coincidiendo con el pontificado de Juan Pablo II, dirigió la Congregación para la Doctrina de la Fe, el antiguo Santo Oficio. Pero aquella fama, de ser fundada, naufragó enseguida en las revueltas aguas de la otra orilla del Tíber. “Yo soy”, decía el Papa y nadie le creía porque la humildad no cotiza intramuros, “un simple y humilde trabajador en la viña del Señor”.

Sin embargo, a medida que pasaban los años, Benedicto XVI se fue encerrando en el apartamento papal, enclaustrado en el silencio, la escritura y la oración, escoltado por la llamada familia pontificia, la familia del Papa, compuesta por sus dos secretarios —el padre Georg Gänswein y el sacerdote maltés Alfred Xuereb—, las cuatro laicas consagradas —Carmela, Loredana, Cristina y Rosella—, una monja que le ayuda en los trabajos de estudio y escritura, sor Birgit Wansing, y su asistente de cámara, el ya famoso Paolo Gabriele. El día que la Gendarmería del Vaticano se llevó detenido a Paoletto —el que sabía cuántas pastillas había de tomar el Santo Padre y con qué infusión tenía que despedir el día—, el mundo de Ratzinger se tambaleó. Con las cajas llenas de documentos afanados por el mayordomo también afloraron las sospechas. ¿Era Paoletto el único traidor? ¿Tal vez el padre Georg? ¿Tal vez la monja…?

Los papeles secretos pusieron además en evidencia que, tal vez por falta de carácter o por evitar una guerra abierta con el cardenal Bertone, Ratzinger se había traicionado a sí mismo a la hora de limpiar el aire del Vaticano. El primer caso más claro es el que atañe al arzobispo Carlo Maria Viganò. Durante el verano de 2011, un programa de televisión italiano desveló un documento secreto en el que el actual nuncio en Estados Unidos advertía al Papa de una serie de irregularidades en el Governatorato, el departamento que se encarga de licitaciones y abastecimientos. Viganò pedía a Ratzinger que lo mantuviese en Roma para seguir investigando, pero el cardenal Bertone decidió enviarlo al otro lado del océano. Dicen que el Papa llegó a llorar con aquella decisión, pero no se atrevió a contradecir a Bertone. El último caso, que se conozca, fue el del último banquero de Dios. Ratzinger tampoco fue capaz de librar al banquero Ettore Gotti Tedeschi de la persecución a la que fue sometido por algunos sectores de la Curia.

Durante su pontificado, el Papa ha tenido que vivir con la luminosa sombra de su antecesor, el carismático Wojtyla

Durante los casi ocho años de su pontificado, el papa Ratzinger ha tenido que vivir con la luminosa sombra de su antecesor, el carismático papa Wojtyla. Luminosa porque los turistas siguen encontrando —y comprando— su fotografía en todos los puestos de recuerdo de Roma, en los viejos almanaques que continúan colgados en las tiendas de ultramarinos. Y sombra porque detrás de su espíritu viajero, de su sonrisa y de su mediático beso en el suelo de los aeropuertos de medio mundo, Juan Pablo II escondió el más sucio de los crímenes de la Iglesia, aquel que comete un adulto, protegido por una sotana, sobre un menor indefenso. Es verdad que Ratzinger permaneció durante 23 años —23— junto a Wojtyla y al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, pero también es verdad que, ya vestido de blanco, pidió perdón. Lo pidió y mandó a los suyos a enviar un mensaje para navegantes. Hace un año, con motivo del simposio organizado por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, el arzobispo maltés Charles Scicluna, promotor de justicia de la Congregación para la Doctrina de la Fe, declaró ante los superiores de una treintena de órdenes religiosas y representantes de 110 conferencias episcopales: “Los abusos a menores no solo son un pecado, sino también un delito. Y además de colaborar con las autoridades, tenemos que asegurar la mejor protección a los menores. Lo primero que hay que hacer es comprender bien el problema, el triste fenómeno de esos abusos sexuales contra los más pequeños, para actuar con determinación”. Esto, que parece una verdad de Perogrullo, no lo ha sido para la Iglesia durante 20 siglos, y empieza a serlo ahora, cuando el peso del dolor y de la infamia es tan grande que arruina la esperanza.

Con su voz débil y su figura enjuta, el entonces cardenal Joseph Ratzinger se atrevió a lanzar en 2005 —antes del último cónclave— la voz de alarma ante la situación de la Iglesia, “una barca que hace aguas”. Una advertencia que ha venido manteniendo en los últimos años. Pero cualquier gesto de valentía queda ahora suspendido por su última decisión, la de bajarse de la cruz y pasar a otro el amargo cáliz de la situación actual de los católicos. Hay quien dice que Ratzinger hizo campaña para ser elegido sucesor de Wojtyla, y quien por el contrario asegura que intentó disuadir a sus votantes diciéndoles que la Iglesia necesitaba un hombre con más juventud y carácter. Ahora todo eso no tiene demasiada importancia.

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