Pastel de cumpleaños
El Rey tiene pocas cosas que contarnos. Y las pocas que tiene que contarnos nos las cuenta con tantas cautelas y sobrentendidos que apenas nos enteramos. El periodista que le entrevista, uno de los dos únicos conciudadanos suyos que le han entrevistado en sus 75 años, tampoco tiene mucho que preguntar: ¿cómo se siente?, ¿cómo definiría su ayer, su hoy y su mañana?, ¿de qué se sentiría más orgulloso?,... Y todo por el estilo. Es tanta la deferencia, tantos los cabeceos de asentimiento, que apenas hay una palabra que pueda suscitar atención en un intercambio tan inane. Obligadamente, el espectador se entretiene en los detalles. Del despacho donde se celebra, de los rostros y gestos, del tratamiento que se dispensan uno al otro. La sotabarba del Monarca, por ejemplo. La sensación de fatiga, de ahogo casi, que hay en su expresión ansiosa. Esa distancia pronominal borbónica, falsamente campechana, auténticamente regia, entre el tuteo y su majestad, incomprensible para el sentido democrático de las nuevas generaciones.
Más difícil de soslayar es que un Monarca de tanto protagonismo histórico mantenga una actitud tan extraña respecto a la crisis que afecta al sistema político e institucional español, en un momento en que muchos dan por liquidado el consenso constitucional mínimo para seguir adelante juntos. Sus medidas y escasas palabras sobre la falta de vertebración del Estado han sido entendidas como inhibición casi cobarde por la derecha nacionalista española y como intromisión inaceptable por el soberanismo catalán. Ahí sufre especialmente el Rey de la irresponsabilidad política que le otorga la Constitución, de forma que cualquier cosa que diga debe contar, y a efectos prácticos cuenta, como avalado por el Gobierno de turno, aunque luego pese sobre su prestigio e imagen.
Nada nuevo que contar sobre sí mismo y su familia, nada nuevo que contar sobre España. Todo lo otro, sobre la transición, la generación de la libertad, las bondades de su padre y de su hijo, ya lo sabíamos los que lo sabíamos. Los que no lo sabían, esas generaciones jóvenes que no votaron la Constitución ni saben nada del 23-F, estaban esperando, si acaso esperaban algo, que se les hablara del presente y del futuro y no de las batallitas estupendas de esta democracia única que nos hemos dado.
El Rey celebrado en la entrevista y en las opiniones de sus compañeros de cohorte generacional es el que empezó a ganarse el puesto y el sustento hace cuatro décadas con notable éxito. Dicha función no le corresponde al Monarca venerable y bonachón que respondía a las preguntas de su cumpleaños, con pretensiones de reivindicar su balance, mantenerse en el cargo y, en una circunstancia bastante difícil, sostener la posición con todo el tacto del mundo para no meter la pata. Todo ello es legítimo, pero muy insuficiente. Con este espíritu defensivo no se garantiza el futuro.
La Monarquía constitucional es un instrumento institucional al servicio de la democracia, responsabilidad directa, por tanto, del Gobierno surgido de las urnas. Saben los reyes que deben huir de los consejos y adulaciones de los monárquicos. Basta con leer y analizar las glosas y ditirambos de la prensa más proclive al culto monárquico para percibir que entre unos y otros le han servido al Rey un auténtico pastel de aniversario en el peor momento posible.
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