Un mundo sin El Asad
Pronto caerá el quinto, el más joven, sanguinario y duro de pelar. El único civil, ajeno al oficio de las armas. El único también que no llegó al poder en circunstancias violentas o fruto de un golpe de Estado. Los dos primeros cayeron fácilmente: Ben Ali, el ambicioso policía que desplazó a Habib Burguiba, en un golpe palaciego en 1987, aguantó 28 días desde que empezaron las manifestaciones; Mubarak, que sucedió a Sadat a su muerte en atentado en 1981, fue todavía más débil en su resistencia de 18 días. Mayor fue la resistencia de Gadafi, en el poder desde 1979, y el yemení Saleh, presidente desde 1978: el primero perdió el poder a los seis meses, y la vida, linchado por los rebeldes, dos meses más tarde y con una guerra civil por medio; el segundo tardó trece meses en ceder, después de un atentado y de caracolear en una negociación llena de engaños y fintas.
Cuando caiga El Asad no quedará ni un solo autócrata republicano en la región. La revolución que empezó en Túnez se los ha llevado a todos por delante. Si sigue la oleada, cosa nada clara, será en el territorio del despotismo monárquico, en demostración de la vieja teoría maquiavélica sobre las ventajas del príncipe hereditario sobre el príncipe nuevo: "En los estados hereditarios y acostumbrados al linaje de su príncipe hay menos dificultades en mantenerlos que en los nuevos, porque basta con no descuidar el orden establecido por sus antepasados e ir adaptándose a los acontecimientos según los casos" (El Príncipe).
Ahí está una explicación para esos 18 meses de larga resistencia desde que empezaron las manifestaciones contra su régimen el 26 de enero de 2011. Ha sido un buen discípulo de su progenitor en la represión de las protestas, hasta igualarle en crueldad e intensidad aunque quizás todavía no en el número de víctimas mortales. A Hafed el Asad se le atribuyen 20.000 víctimas mortales en el asalto de la ciudad de Hama en 1981 y el balance actual del año y medio de protestas ronda los 18.000. Pero no ha sido capaz de mantener los equilibrios del orden autocrático que le legó su padre ni adaptarse a los acontecimientos, a pesar de su juventud, su condición civil y su formación cosmopolita en Reino Unido.
Bachar ha actuado como Hafed pero en un mundo y una época distintos. No le han faltado los buenos consejos para que abriera el camino a las reformas y a una transición democrática, principalmente por parte de Turquía, país que fue amigo y aliado hasta que empezaron las protestas. El joven oftalmógolo prefirió el camino de las trampas y de la tergiversación en vez de encabezar la oleada del cambio. Poco se conoce de las interioridades del régimen, por lo que hay escasos datos que ayuden a comprender su actitud ante las revueltas. La única aproximación posible, de momento, es la inversa: explicar la dureza resistente del régimen y su actual hundimiento a partir de los múltiples intereses geoestratégicos que sirvieron al estatus quo en Siria. El mayor hecho diferencial respecto a las otras dictaduras caídas de la Siria de los El Asad, padre e hijo, es la centralidad geoestratégica ausente en todos los otros países. Siria forma parte de la geometría de influencias de Turquía, Irán y Rusia, con Líbano bajo su tutela, se halla en el punto de mira de Arabia Saudita y Catar, y mantiene una paz armada con Israel.
Ninguno de los cuatro dictadores caídos se llevó a su país por delante. Ni siquiera la Libia tribal va a quedar dividida. No está claro en cambio en el caso de Siria, sometida a un formidable impulso centrífugo. La caída del régimen, ahora descontada, se ha cobrado un carísimo peaje en víctimas, en desplazados y en destrucción de viviendas e infraestructuras, pero seguirá pasando elevadas facturas, que pueden alcanzar incluso a la existencia del país y a su integridad territorial hasta extenderse a la estabilidad de la región. No sabemos cómo será Siria sin El Asad, pero tampoco como serán la región y el mundo sin las dictaduras árabes, esa especie que ahora se extingue con su último y más cruel retoño.
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