La mirada de Putin
Es calculadora y ambiciosa, geopolítica e imperial. Sigue el rastro de las áreas de influencia del desaparecido dominio soviético, de una época en que cualquier acontecimiento caía finalmente de un lado o del otro del telón de acero, la línea que separaba los dos bloques enfrentados en la Guerra Fría. No ha sido fácil para los países occidentales superar la concepción dualista de la región conformada en la confrontación entre la Unión Soviética y Estados Unidos. La última derivada ideológica de aquel mundo bipolar surgió y fracasó en Washington con la presidencia de Georges W. Bush, cuando el peligro comunista de antaño fue sustituido por el Eje del Mal formado por el Irak de Sadam Husein, Corea del Norte y Siria, o por un enemigo terrorista global como Al Qaeda. Desde hace cinco años Occidente se halla ensimismada en su crisis económica, pero Rusia, en cambio, mantiene viva la huella de sus reflejos imperiales en dirección a la casilla geopolítica más abierta del planeta que es Oriente Próximo y dentro de Oriente Próximo la Siria de Bachar el Asad, que se acerca ya al año y media de revolución con la cifra escalofriante de 16.000 ciudadanos muertos, caídos en la represión.
Ninguna novedad hasta ahora respecto a lo que ha venido sucediendo en Siria desde que se declaró la revuelta abierta contra el régimen. El problema para Moscú empieza cuando ya parece evidente que El Asad es incapaz de terminar con las revueltas y que su suerte ya solo es cuestión de tiempo. El presidente francés, François Hollande, ha señalado que "su caída de es ineluctable". Hillary Clinton ha indicado que "tiene los días contados". No faltan los síntomas de debilitamiento del régimen, el mayor de todos la deserción de Manaf Tlas, un general de la Guardia Republicana estrechamente vinculado a la familia Asad y amigo de infancia del dictador. Mustafá Tlas, padre del desertor y ministro de Defensa durante 30 años, fue amigo de juventud, conspirador y compañero golpista de Hafed el Asad, el padre del actual autócrata.
De ahí que los representantes de la oposición del Consejo Nacional Sirio fueran recibidos ayer en la capital rusa por el ministro de Exteriores Serguei Lavrov. Reivindican su programa máximo, con Libia como modelo: intervención internacional con cobertura del Consejo de Seguridad, para lo que se precisa del levantamiento del veto de Moscú (el de Pekín le seguiría, sin dudas). Como saben que Moscú exige una vía negociada, una especie de reforma pactada como la que dio salida al franquismo en España, también exhiben una lista de personalidades del régimen a las que quieren excluir de cualquier acuerdo futuro. Por ahí los rusos podrían entrar. Hay por tanto movimientos, aunque apenas perceptibles, que solo se reconocen en pequeños gestos colaterales. Putin quiso comprobar personalmente el estado de ánimo del Gobierno de Israel en un viaje oficial a finales de junio, que le sirvió también para recordar su interés por la zona y su vocación como mediador en el proceso de paz entre israelíes y palestinos. El enviado especial de Naciones Unidas y la Liga Árabe, Kofi Anan, ha señalado que Irán no es parte del problema sino de la solución, en un abierto mentís a las posiciones oficiales del bloque occidental (EE UU, Arabia Saudí e Israel) que agradará en Moscú.
Putin no se mueve, pero no quiere estar en el bando perdedor. No va a hacer un viraje de 180 grados y apuntarse a la posición de Washington como le pide la oposición. La indefinición en la zona es enorme, sin que nadie, Turquía, la Liga Árabe, mucho menos Europa y EE UU, sea capaz de imponerse y encontrar la salida. Ahora Putin tiene la oportunidad de buscar una posición propia y ser él quien encuentre la fórmula resolutiva con la que Rusia salga ganando. A fin de cuentas es el principal valedor de Asad y el único poderoso de este mundo que de verdad le sostiene, aunque muy rápidamente se vea tentado a comportarse como la soga que sostiene al ahorcado.
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