Después del debate
Sarkozy se mostró belicoso, a veces despreciativo, pero sin perder el control de la discusión Hollande brilló sobre todo en su evocación de los grandes principios
¿Cuántos telespectadores y oyentes tuvo anoche en Francia el tradicional debate que enfrentaba a los dos candidatos en los comicios presidenciales del próximo domingo? Seguramente más de 20 millones. ¿Cuántos de entre ellos siguieron —y comprendieron— con detalle las cifras que se arrojaban a la cara el presidente saliente y el aspirante socialista? Una minoría. ¿Cuántos de entre ellos estaban convencidos de antemano, quisiéranlo o no, de que François Hollande ya había ganado la partida? Una mayoría. ¿Quién dominó una buena parte de la prueba? El presidente saliente. ¿Quién sigue siendo favorito, a pesar de ello? François Hollande.
Desde el primer enfrentamiento televisado organizado en 1974, entre Valéry Giscard d’Estaing y François Mitterrand, no dejamos de preguntarnos en Francia sobre la influencia que tiene el debate en el resultado final. Nadie ha podido demostrar nunca que así se hayan desviado o recuperado suficientes votos como para transformar el desenlace. Sin embargo, en cada elección, se considera que este examen es el momento culminante de la campaña presidencial ¿Por qué? Lo que cuenta no son tanto los argumentos que se intercambian como las impresiones: las sensaciones, los sentimientos, las adhesiones o los rechazos que suscitan los dos protagonistas con su comportamiento, más que con sus propuestas. La televisión es un medio de emociones, no de razonamientos.
Se esperaba, por tanto, que Sarkozy se atuviera a la caricatura que en tantas ocasiones ha confirmado durante los cinco últimos años: agitado, iracundo, agresivo, perentorio. Transformado en aspirante por un rival que, con habilidad, había sabido evitar hasta ese momento toda confrontación y toda aspereza, el presidente saliente tenía anoche el papel más difícil: esquivar en la medida de lo posible las críticas a su balance y demostrar su superioridad en materia de experiencia y conocimiento de los asuntos. Lo extraño es que ayer fue Hollande, pese a su habilidad, quien se mostró a menudo desestabilizado; Sarkozy le echó en cara las actuaciones de los responsables socialistas franceses y europeos y utilizó varias veces la España de Zapatero como disuasorio. Con su insistencia en las acusaciones de mentiras, errores, inexperiencia, el presidente saliente se mostró belicoso, a veces despreciativo, pero sin perder el control de una discusión que con frecuencia dirigió él.
François Hollande, por su parte, brilló sobre todo en su evocación de los grandes principios, su manejo del verbo y los ideales, su preocupación por expresar la necesidad de renovación que sienten muchos franceses, independientemente de cuáles sean las realidades del mundo y la crisis. Su declaración de intenciones —«Si soy presidente...»—, criticada por su adversario como un catálogo de frases hermosas, cumplió su objetivo: situarlo en actitud presidencial, permitirle expresar una concepción del cargo que resuena, además de la crítica sistemática del mandato que ahora termina.
Importan poco, a estas alturas, los argumentos debatidos sobre la crisis económica, el paro, la deuda, la política fiscal, la energía nuclear, la educación e incluso la inmigración. Europa fue el tema sobre el que los contrastes entre los dos candidatos se mostraron más reveladores: Sarkozy, con la demostración de lo que se ha hecho para evitar lo peor, la realidad y los lastres del proceso comunitario y la necesidad de forjar compromisos; Hollande, con la invocación del crecimiento, la reivindicación del papel que dice haber desempeñado ya a la hora de imponer un cambio de prioridades, la adhesión de varios dirigentes de Europa que, asegura, le apoyarán frente a la austeridad de Merkel. Por un lado la experiencia, la explicación de lo que es posible; por otro, la afirmación de una voluntad y una esperanza.
Mientras aguardamos los sondeos que medirán los efectos del debate y la valoración que hacen los franceses, predomina una impresión, que encaja muy bien con las contradicciones francesas. Según un estudio reciente del instituto CSA, los franceses, en su mayoría, aunque piensan que Nicolas Sarkozy caerá derrotado el domingo, están convencidos de que, en un contexto internacional difícil, él es el mejor para dirigir Francia. Cuando se trata de reconciliar y apaciguar a la sociedad francesa, prefieren a François Hollande. Es como si los ciudadanos desearan una especie de presidencia bicéfala, una para dirigir Francia y otra para gobernar a los franceses. El debate televisivo les permitió, durante casi tres horas, alimentar ese sueño. El domingo harán su elección.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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