Quién sino Putin
Los rusos están cansados del material sobre el que descansa su régimen: la corrupción, la ausencia de alternativas, la injusticia y la falta de respeto al ciudadano.
Inmersos en la instantaneidad vivimos un tiempo irreflexivo en el que exigimos obtener resultados inmediatos de todos los emprendimientos humanos. Olvidamos la pausa necesaria que exigen los procesos históricos. ¿Cuánto tiempo le cuesta a una sociedad abandonar el pasado autoritario y dotarse de usos y costumbres libres enterrando los posos de decenios de dictadura? ¿Cuánto dura el tránsito de siervos a ciudadanos libres? ¿Cuánto le ha costado a España? Setenta años de comunismo provocaron huellas tan profundas que, previsiblemente, harán que mañana Rusia ponga de nuevo su destino en manos de otro zar. Vladímir Putin, el hombre del KGB, que nació con Stalin, fue a la escuela bajo Jruschov e inició su vida profesional en tiempos de Breznev, aspira, tras dos mandatos anteriores, a presidir Rusia con mano de hierro seis años más.
La generación que creció con la perestroika de Gorbachov deberá esperar su turno. “Mi único verdadero adversario soy yo mismo”, reconoció con un punto de desdén Putin al comienzo de la campaña electoral. Enfrentado a un comunista, a un nacionalista, a un multimillonario ultraliberal, y a un partido de centroizquierda, sería una sorpresa que no alcanzara la mayoría necesaria (50% de los votos) para triunfar en la primera vuelta. Quien sino Putin son las tres palabras que resumen perfectamente por qué el actual primer ministro, que ya fue presidente entre 2000 y 2008, repetirá 20 años después de la desaparición de la URSS. En términos históricos, tras siete décadas de comunismo, veinte años no es nada. En el fondo de la matrioska de Putin, todavía se encuentran los líderes soviéticos, desde Gorbachov a Lenin, pasando por Stalin, e incluso el zar Nicolás II o Pedro el Grande.
Pero Rusia “no continuará siempre como un desierto de hielo”, como profetizó en el siglo XIX un consejero de los zares. Hay una clara fatiga de Putin, del material sobre el que descansa su régimen: la corrupción, la ausencia de alternativas, la injusticia y la falta de respeto al ciudadano. En las amañadas elecciones al Parlamento, la Duma, del pasado diciembre, Rusia Unida, el partido de Putin, perdió 15 millones de votos. Putin ha soportado las mayores manifestaciones contra su poder desde la caída del comunismo. Decenas de miles de ciudadanos han pedido su dimisión, a 20º bajo cero, al grito de “Putin piérdete". Los rusos, que han dejado de ser siervos para pasar al estadio de consumidores, quieren ahora convertirse en ciudadanos. Rusia sufre de un exceso de Estado y de una carencia de sociedad. La clase media urbana de las grandes capitales, Moscú y San Petersburgo, que hasta ahora no había protestado, es la punta de lanza de la oposición a Putin. Junto con los jóvenes con estudios superiores. El Kremlin los desprecia como “urbanitas que se aburren".
Pero la protesta no ha contaminado aun a otras capas sociales, a la Rusia profunda. La mayoría sigue más preocupada por las mejoras económicas que Putin les ha garantizado hasta ahora, gracias al petróleo, que por la democracia. Un archipiélago de grupos independientes trata de dirigir la contestación pero sin constituir una auténtica sociedad civil. Usan Internet para conectarse y la transversalidad para actuar contra la verticalidad del poder. El héroe de esta oposición callejera, sin partido, es un bloguero de 35 años llamado Alexei Navalni, que proclama “el final de una época".
Putin con su democracia dirigida se presenta como el garante de la estabilidad en un país todavía dolorido por conmociones históricas recientes. Usa el nacionalismo y el patriotismo para recuperar el papel perdido de superpotencia. Ha utilizado con éxito en la campaña el antiamericanismo, desacreditando a los opositores como la quinta columna de Estados Unidos. Obama ha fracasado en su intento de resetear la relación con Putin; obnubilado por el ascenso de China ve a Rusia, equivocadamente, como una potencia menor. Pero Rusia cuenta en el mundo de nadie, No one´s world, Charles A. Kupchan (Oxford University Press), hacia el que caminamos. En el que el orden occidental no será desplazado por un nuevo gran poder o un modelo político dominante. El siglo XXI no pertenecerá a Estados Unidos o a China. Será el mundo de nadie, por primera vez en la historia será interdependiente, pero sin un centro de gravedad o un guardián global. Rusia es el primer productor de gas y el segundo de petróleo; la única nación que puede barrer a Estados Unidos del mapa en 30 minutos. “No es el final de una época en Rusia y sería precipitado incluso calificarlo del principio del final, pero los rusos ya no son el pueblo bovino y apático anestesiado por la estabilidad”, afirma en The New Yorker el periodista norteamericano David Remnick, premio Pulitzer por La tumba de Lenin, los últimos días del imperio soviético (Debate). La reelección de Putin, paradójicamente, quebrará el desierto de hielo.
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