La caída de los tiranos
La ‘primavera árabe’ se puede explicar por la unidad de sus gentes y la unidad de sus sufrimientos: Lluís Bassets disecciona las claves en su libro 'El año de la revolución'
Por qué ahora, entre el invierno y la primavera de 2011? ¿Por qué no sucedió antes, en 2008, por ejemplo, cuando ya crecía el descontento por los precios de los alimentos? ¿Por qué, primero en Túnez y luego en Egipto? ¿Por qué no empezó por Argelia o por Marruecos? ¿Por qué han tardado tanto en caer estos regímenes, al final tan débiles y vulnerables? ¿Y por qué un contagio tan rápido en muchos casos entre países tan distantes y heterogéneos?
Una revolución es algo inesperado por definición. Las explicaciones convincentes llegan después, a pelota pasada, una vez ya ha tenido lugar. Nos servirán para entender tanta estabilidad previa, es decir, para explicar la idea conservadora que la hacía impensable. Así ha sucedido siempre, y no iba a ser este caso una excepción.
En el caso de la primavera árabe se da, además, una necesidad adicional: no se trata tan solo de saber cómo llegaron los impulsos revolucionarios de un país a otro, sino, sobre todo, de explicar el porqué de los efectos en cadena, tan imprevistos como la revolución misma; recordemos el sonsonete: Egipto no es Túnez. Recordemos cómo los hechos lo desmintieron.
Hay épocas revolucionarias en las que un solo país es el que trastoca el orden social y político establecido, en medio del mayor aislamiento internacional; pero hay otras en las que la primera ignición de la llama revolucionaria desencadena el efecto dominó tan temido por la contrarrevolución. Cuando esto sucede, como ha sido el caso, alguna razón habrá también para explicar el alcance de un fenómeno que abarca una región del planeta tan extensa y variada en regímenes, demografía, rentas, recursos naturales e, incluso, religiones o, al menos, ramas de la misma creencia.
El efecto en cadena se puede explicar por la unidad de la nación árabe y la unidad de sus sufrimientos: jamás había prosperado una revolución ciudadana y democrática en este territorio aparentemente hostil al gobierno del pueblo. En monarquías y en repúblicas, en países petroleros y en países turísticos, con el islam rigorista y con el islam tolerante, la autocracia ha sido hasta ahora la forma de gobierno imperante, con exclusión y anulación del ciudadano individual y de cualquier sistema eficaz de garantías en el ejercicio de la democracia: división y equilibrio de poderes independientes, Estado de derecho, alternancia de poder y parlamentarismo democrático.
Además del sustrato que pueda haber en común en una región tan variada, hay un mecanismo que ha funcionado sin duda alguna: los ciudadanos de estos países se sienten vinculados entre sí y observan lo que sucede en cada uno de ellos como una posibilidad que puede hacerse efectiva en el suyo propio. Es de efectos devastadores para los autócratas ver cómo funciona la fuerza del ejemplo en unas opiniones públicas que se sienten profundamente vinculadas en una comunidad de lengua y de civilización, impulsada en nuestra época por los medios de comunicación globales. Es significativo el uso reiterado del mismo eslogan surgido de Túnez en todas las revueltas árabes: “El pueblo quiere la caída del régimen” (ash-shab yurid isqat an-nizam).
El carácter panárabe de la revolución, por tanto, radica más en la capacidad para comunicarse y sentirse parte de un mismo universo cultural e, incluso, sentimental, emulándose unos a otros, que en los deseos de superar efectivamente las naciones-Estado en el marco de una unidad política árabe que ahora nadie propone y que se halla, de momento, al menos, totalmente desaparecida del imaginario político de los jóvenes.
En el Magreb deberían crearse más de 50 millones, en 2020, de puestos de trabajo para cubrir la oferta laboral
Es un panarabismo televisivo, un nacionalismo árabe por defecto, casi un pospanarabismo que ha superado la etapa de las quimeras de una unidad supranacional como reacción al colonialismo, y que responde, por supuesto, a las nuevas condiciones de internacionalización de la economía y de globalización de las clases medias de lo que fue el Tercer Mundo.
A un año de su estallido, el debate sobre la cadena de causalidad de la primavera árabe no ha hecho más que empezar. Pero hay un acuerdo generalizado sobre la existencia, al menos, de cinco claves de explicación: el peso de los jóvenes en estas sociedades; la coyuntura económica y, especialmente, el incremento de los precios de los alimentos; las inciertas sucesiones de autócratas instalados en el poder durante decenios; las nuevas formas de comunicación política y, finalmente, el ciclo de cambios geopolíticos y de desplazamiento del poder mundial en el que se inserta esta oleada revolucionaria.
La explicación más intuitiva para el estallido de revueltas en cualquier país la proporciona la existencia de una nutrida población revoltosa. Allí donde abunda la población en edad joven, desocupada y descontenta, hecho harto frecuente entre los individuos de menos edad, podemos pensar que las posibilidades de disturbios que perturben el orden público, y que en determinadas circunstancias lleguen a retar al poder establecido, son más altas.
Las revueltas de Mayo del 68 en todo el mundo fueron producto del baby boom de la posguerra. Lo mismo cabe decir de las revueltas árabes actualmente en marcha, que se producen en sociedades con una altísima proporción de jóvenes. Simplificando, podríamos decir que un tercio de los árabes tienen menos de 15 años; otro tercio, entre 15 y 25, y el tercio restante, más de 25. La media de edad de la población es de 29 años en Túnez y de 24 en Egipto, mientras que en España es de 40, o en Alemania, de 44.
Emmanuel Todd, en su libro-conversación Allah n’y est pour rien, encuentra en las tasas de alfabetización y en la caída de la fecundidad las explicaciones para el cambio e, incluso, de las revoluciones. Cuando los hijos ya saben leer y las mujeres empiezan a controlar la natalidad se ha culminado la modernización. Así, desde el punto de vista demográfico, no es ni siquiera una casualidad que Túnez haya sido el país vanguardista en el estallido de las protestas, y Egipto el que llega a continuación, puesto que ambos países se encuentran entre los avanzados en cuanto a la evolución de su población.
La transición demográfica (momento en que una sociedad alcanza un nivel de baja mortalidad y un tope en la natalidad que abrirá las puertas a sociedades envejecidas como las occidentales), que ha empezado en el conjunto de países árabes, en el caso de Túnez ya ha culminado, aunque en otros países revolucionarios como Yemen tardará todavía unas tres décadas en hacerlo. Otro dato significativo para el Túnez pionero en la revolución es que su tasa de fecundidad es la más baja de la región, del 1,9%, inferior a la de Francia.
Un tercer elemento antropológico le ayuda a Todd a buscar la explicación: la caída en la tasa de matrimonios endogámicos, muy alta en las sociedades árabes tradicionales, donde la boda entre primos alcanza tasas históricamente muy altas (30%). “La irrupción de la democracia es la irrupción del ciudadano, el individuo libre en el espacio público, es la idea de la apertura, de la comunicación, mientras que la endogamia es lo contrario: la cerrazón del grupo familiar”, asegura el demógrafo.
La plétora juvenil, que le sirve a Todd como parte de su explicación para la revolución, corresponde al estallido de la bomba demográfica que significa la multiplicación por cinco de su población en un siglo y la persistencia de un crecimiento anual del 2,3%. Un país como Egipto, con 20 millones de habitantes a principios del siglo XX, tiene ahora 70 y tendrá 121 en 2050. La transición demográfica terminará después del estallido de la bomba demográfica, que en los países árabes evidencian las cifras de una población de 172 millones en 1980, 331 millones en 2007, y 385 millones en 2015.
Este crecimiento debe traducirse en necesidades de alimentos, agua, educación, sanidad, transportes y, sobre todo, en oferta de puestos de trabajo. Según el Informe de Naciones Unidas sobre Desarrollo Humano en el mundo árabe de 2009, deberían crearse más de 50 millones de puestos de trabajo hasta 2020 para cubrir la oferta juvenil que entrará en el mercado.
La insatisfacción de los jóvenes revoltosos tiene que ver con todo este cúmulo de necesidades sin cubrir o mal cubiertas, pero se explica sobre todo por los niveles pavorosos de paro juvenil en sociedades con redes de protección comunitarias o familiares muy débiles o inexistentes. Se hace evidente, así, que la bomba demográfica tan temida desde los países occidentales ha estallado en toda la cara de las dictaduras árabes.
Junto a la evolución demográfica actúa el factor más coyuntural, pero no menos profundo en sus efectos, como es la presente crisis económica y financiera; si bien los países de Oriente Próximo y África del Norte se han visto menos afectados o lo han sido más tarde, sobre todo los productores de energía, favorecidos por el mantenimiento de los precios. Así, en 2010 hubo países donde se registraron cifras de crecimiento muy altas, como el de Catar, del 16%, en un contexto regional para Oriente Próximo exclusivamente del 3,6%. O Libia, del 10,6%, con un crecimiento regional para África del Norte de algo más del 5%.
El crecimiento no conduce a mejoras en la tasa de desempleo, que se sitúa para la región alrededor del 10% y significa la tasa más elevada del mundo. El desempleo entre los jóvenes es especialmente alto, cuatro veces superior al de los adultos, agravado por la llegada a la edad laboral de las generaciones más numerosas de la historia de estos países.
Solo el 45,4% de las personas en edad laboral, casi una de cada dos, tiene trabajo. El desempleo femenino duplica en cifras al masculino, también en cotas máximas mundiales. Solo una de cada cinco mujeres trabaja, duplicando la proporción de la media mundial de desempleo femenino. Hay que contar, además, la baja calidad de los puestos de trabajo, en cuanto a salario, tipo de contrato, cobertura social, escasa y mala sindicalización y precariedad, así como la extensión de la economía informal.
La coincidencia entre las revueltas y la profundización de la gran recesión en Europa, donde hay países que empiezan a registrar tasas altísimas de desempleo, permite pensar que el taponamiento de la válvula migratoria hacia los países europeos también ha contribuido a incrementar la tensión en los países del Magreb, los principales exportadores de mano de obra. Una de las características de la región es que el desempleo golpea intensamente incluso a los jóvenes que han recibido mejor educación, algo que es especialmente evidente en países como Túnez.
Las proporciones varían extraordinariamente, sobre todo cuando incluimos en las comparaciones los países petroleros del golfo Pérsico, algunos sin apenas niveles relevantes de paro entre sus jóvenes, pues se trata de población subsidiada gracias a las rentas del crudo. Argelia registra un 43% de paro juvenil, mientras que Emiratos Árabes Unidos apenas alcanza el 6,3%.
La plétora demográfica que explica la efervescencia revolucionaria juvenil también permite interpretar las revueltas como una reacción casi biológica de unas sociedades que se hallan a punto de dilapidar el mejor capital con que se puede contar para la modernización, como es la existencia de unas generaciones jóvenes abundantes e, incluso, mejor preparadas que las anteriores. Esta reserva de energías estancada por la falta de libertad de las dictaduras y por los subsidios desincentivadores de los Estados rentistas ha terminado estallando y reclamando el protagonismo político y económico que los jóvenes árabes no han podido tener nunca en la historia de sus países.
Los países árabes han conocido históricamente series de revueltas vinculadas a la inflación y a la pérdida de capacidad adquisitiva por parte de las clases populares, sobre todo respecto a los productos básicos, es decir, los alimentos. Son las revueltas del pan, casi siempre resueltas con una combinación de represión y de reparto de este manjar básico. Esta vez, también el incremento en el precio de los alimentos se cuenta entre los elementos causantes de las revueltas, y casi todos los regímenes han reaccionado con la respuesta reglamentaria de actuación inmediata y urgente sobre los precios, quitando o rebajando impuestos y tarifas, aumentando subsidios directos e, incluso, en algunos casos, como en Arabia Saudí, proporcionando ayudas directas en dinero a las familias: solo en el capítulo de ayudas directas, 2011 ha sido un año de reparto entre los ciudadanos del maná controlado por los gobernantes. (...)
Las revueltas vienen a interrumpir los intentos sucesorios de las dictaduras más largas del planeta o, lo que es peor, el intento de institucionalización de monarquías republicanas, que los árabes bautizan como jamlaka, mezcla de república (jumhuriyya) y de monarquía (mamlaka), gracias a la patrimonialización del Estado por parte de la familia gobernante; algo que ya ha sucedido en un país árabe central como es Siria, con resultados hasta la llegada de la primavera árabe aparentemente satisfactorios para la estabilidad.
Nada temían más los egipcios que el hecho de que Mubarak intentara presentarse de nuevo a las elecciones presidenciales previstas para septiembre de 2011, a sus 83 años y en el poder desde 1981. Lo mismo cabe decir de Ben Alí en Túnez o de Salé en Yemen. El elemento causante de la revolución, por tanto, es el exceso, visiblemente insoportable para la población, algo que fue perfectamente detectado por los observadores políticos, aunque no siempre sacaron las debidas consecuencias, tal como queda en evidencia en los cables del Departamento de Estado revelados por Wikileaks.
Las revoluciones se producen por la avería generalizada de unos sistemas que no son capaces de preparar su propia reproducción y su futuro, aunque se hace imposible disociar la fosilización de estos regímenes de una actitud occidental que precisamente premiaba y estimulaba su nula capacidad de cambio, al convertirlos en guardianes fieles y nada discutidores de los intereses europeos, estadounidenses e israelíes en la zona. A esa tarea, los autócratas contribuían con un chantaje permanente sobre las democracias occidentales, utilizando el terrorismo, la inmigración, los problemas bilaterales (Ceuta y Melilla, tráfico de droga o el conflicto del Sáhara, en el caso de la relación de Marruecos con España) o su posición y papel estratégicos (Egipto y Jordania en relación con el statu quo con Israel).
Los dictadores hicieron así la aportación de su empecinado inmovilismo a la creación de las condiciones revolucionarias, pero también lo hicieron los Gobiernos occidentales con su ceguera estratégica y su complicidad culpable e interesada en las dictaduras. Cuando estallaron las revueltas, los tiranos combinaron la represión con precipitadas renuncias a presentarse de nuevo y con vagas promesas de elecciones libres que excluirían la sucesión familiar. Pero era ya tarde y cada cesión se convirtió en una prueba de debilidad, un aval a la determinación de los revolucionarios y, en consecuencia, un paso más hacia el abismo.
Los enormes cambios experimentados por los medios de comunicación, específicamente en el mundo árabe, son otro elemento de explicación imprescindible para la comprensión de las revueltas. Durante sesenta años, cada uno de estos países ha funcionado como una olla a presión donde la tensión interna fue creciendo permanentemente sin llegar nunca a un estallido de suficiente potencia. Pero cuando entran en juego los nuevos medios globales, los problemas se desencapsulan, adquieren dimensión internacional, suscitan solidaridades y emulaciones y, lo más importante, se rompen las censuras y barreras establecidas por cada uno de los Estados. Los árabes no son libres dentro de cada uno de sus países, pero se convierten o empiezan a actuar como ciudadanos libres en la globalización tecnológica.
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