¿Quién se atreve a votar contra Putin?
Los rusos están despertando de una somnolencia soviética y pos-soviética de casi un siglo
Durante mi viaje a Moscú, en septiembre de 2008, discutí con gente adicta a Vladímir Putin y no vi una protesta contra él ni por asomo. Durante mi siguiente viaje a Moscú, en marzo-abril de 2011, todos mis interlocutores sin excepción se quejaron amargamente del tándem Putin-Medvédev y el 31 de marzo me encontré en medio de una manifestación antigubernamental, una de las que se iban celebrando cada dos meses desde hacía un año y en las que participaron varios miles de moscovitas. ¿Qué pasó en esos tres años?
Entretanto, se celebró otro juicio con el encarcelado dueño de la empresa petrolera Yukos, Mijaíl Jodorkovski. Y si en octubre de 2003, al ser arrestado, los rusos esbozaron una sonrisa de satisfacción, siete años más tarde, al comprobar que el magnate estaba encarcelado por puro deseo de venganza de Putin contra un opositor fuerte y contestatario, la sociedad rusa anhelaba su liberación. El deseo de justicia del pueblo ruso, por desgracia, no sirvió para nada.
Mientras tanto, muchos otros empresarios y hombres de negocios fueron arrestados y encarcelados, ellos también injustamente, víctimas de jueces, policías y tribunales corruptos. Y es que el Estado burocrático soviético se ha convertido en un Estado burocrático-mafioso putiniano.
Entretanto, se profundizó la crisis económica y, sobre todo, las elecciones a la Duma presentaron graves irregularidades. El fraude electoral era la gota que colmó el vaso.
“La gente está harta”, me confesó Boris Nemtsov, el mayor opositor al Gobierno, poco antes de ser arrestado en la manifestación contra el fraude electoral, en una conversación privada: “La sociedad está cansada de ver que cualquier opositor al régimen acaba en la lista negra del Gobierno, como en la época soviética. La gente está irritada”, siguió Nemtsov, “al oír en la televisón y la radio una incesante propaganda que alaba a Putin y sus títeres y, en cambio, no poder escuchar a los que discrepan. La gente está exasperada que ese “partiya zhulikov i vorov” (“partido de estafadores y ladrones”, expresión que los manifestantes retomaron de Nemtsov) minimice la presencia de los opositores en los medios hasta hacerlos desaparecer”. Ese minimizar de las protestas y hacer oídos sordos a los que están en desacuerdo, como si no existieran, para luego represaliarlos, es algo que Putin, que fue miembro del KGB, aprendió del sistema soviético.
Al principio, la sociedad rusa tuvo la sensación que, después de los años del débil Yeltsin, con Putin volvía un Estado con fuerza y decisión. Esa sensación duró una década.
La sociedad rusa, esos homo sovieticus que hasta hace poco aceptaban de buena gana recriminaciones falsas o manipuladas contra “los otros” de labios de su líder, empieza a ser más cauta. Los rusos, que durante décadas se vieron excluidos de la política, sometidos al paternalismo estatal y que no podían ni debían tomar decisiones de cualquier índole pública, ahora están despertando de un estado de somnolencia soviética y pos-soviética, de ese triste y torpe letargo impuesto que ha durado casi un siglo.
¿Ahora que los opositores piden la revisión de los procesos jurídicos, puede darse el caso que Jodorkovski sea liberado?, le pregunté a Vadim Klyugberg, abogado del empresario represaliado. Klyugberg contestó con sorna: “Dicen que la esperanza es lo último que pierde el hombre. Pero en esta constelación política hace tiempo que la he perdido”.
Con toda probabilidad, Putin en marzo volverá a ser presidente. Pero lo será en otro ambiente que en la década anterior: los rusos han tomado conciencia, al igual que los árabes, los españoles, los chilenos y los americanos que ocupan Wall Street, de que son los ciudadanos los que deben tomar el futuro en sus manos. Y la mentalidad rusa está cambiando. Antes y durante mi visita a Rusia en 2008, los rusos, acostumbrados a los tiempos soviéticos, aceptaban a un político fuerte, esperando de él, además de pan y circo, que confiriera a su país importancia a nivel internacional, como en los tiempos soviéticos. Y Putin lo intentaba, aunque con poco éxito. Para poder mantener su fe, el ruso, ese homo sentimentalis estaba dispuesto a sacrificar lucidez y cerrar los ojos ante los excesos políticos (por ejemplo, ante la matanza de los periodistas rebeldes, como Anna Politkóvskaya y centenares de otros). Pero con la acumulación de las barbaridades promovidas por la cumbre política se acabó la idolatría de los dioses y llegó el momento de la lucidez y la acción.
Hay muchos que emigran a Occidente porque no ven ningún futuro en su país: en Rusia se está produciendo la mayor ola emigratoria de su historia. Los que se quedan, sobre todo los urbanitas en la parte europea, han madurado políticamente y han llegado a ser escépticos y críticos. La sociedad civil —a la que la época soviética destruyó y que, a pesar de los pesares, durante esos últimos 20 años se ha vuelto a formar— empieza a expresar su desconfianza y malestar. Y así, el homo sovieticus, ese homo sentimentalis de antaño, a pequeños pasos se está acercando al homo democraticus. Este hombre votará contra Putin.
Monika Zgustova es escritora.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.