Los hijos de Putin
Los indignados rusos se sienten insultados por el poder y su divina designación
En los últimos días de la Unión Soviética, pasé mucho tiempo en un complejo de torres de apartamentos situado junto al río Moscova, buscando respuesta a una pregunta que me parecía fundamental sobre el futuro de nuestro adversario durante la guerra fría: ¿Podría Rusia cultivar una auténtica clase media? No una clase privilegiada, formada por protegidos del Estado, sino una capa de emprendedores independientes que se convirtieran en el motor y la prueba del ascenso social.
Aquel lugar junto al río era lo que se denominaba un complejo residencial juvenil, el producto de un programa típicamente absurdo de la Liga Juvenil Comunista para aliviar la escasez de viviendas. Jóvenes profesionales que trabajaban en empresas estatales importantes —en el caso de aquel complejo, sobre todo, científicos de un instituto de investigaciones nucleares e ingenieros de la planta que fabricaba la versión rusa del transbordador espacial— dejaban sus puestos durante varios meses para trabajar en la construcción, en una especie de cuadrilla comunitaria sobrecualificada. Cada familia pasaba cientos de horas vertiendo cemento e instalando tabiques, y luego se mudaban a su estupendo apartamento nuevo. La idea era que, si a los jóvenes se les liberaba de tener que compartir los abarrotados pisos de sus padres y se les animaba a forjar una nueva comunidad satisfecha, se dedicarían todavía con más lealtad a sus respectivos e importantes trabajos.
Pero eso ocurría en 1991, una época llena de posibilidades. Muchas familias de mi pequeño microcosmos se mudaron a sus nuevos hogares en el complejo residencial juvenil Atom y a continuación dejaron de trabajar para el Estado y se incorporaron al nuevo sector privado. Yo seguí la pista a una muestra de familias de Atom mientras trataban de adaptarse a la novedad de una vida autosuficiente.
Se echan a la calle urbanitas treintañeros bien situados y sin miedo
(Mientras tanto, uno de sus contemporáneos, Vladímir Putin, estaba terminando su crucial experiencia en el bastión supremo del Estado, el KGB. La última tarea encargada al coronel Putin en el servicio de espionaje fue la vigilancia de los estudiantes en la Universidad Estatal de Leningrado).
Mi residente favorito en Atom era un ingeniero musculoso e idealista llamado Igor. Mientras casi todos los nuevos capitalistas practicaban algún tipo de trapicheo —la importación de vaqueros, ordenadores, discos de rock—, Igor fue uno de los pocos que se propuso triunfar como fabricante privado. Su plan era brillante. La gente, de pronto, estaba ganado dinero, pero desconfiaba de los nuevos bancos privados. Igor reformó una vieja fábrica para producir cajas fuertes de gran calidad.
Para Rusia fue una época de confusión y búsqueda, el deseo de ser normalniye lyudi, gente normal. Miles de personas, entre ellas un contingente de Atom, habían salido a la calle para enfrentarse a un intento de golpe del sector más duro y para celebrar su desacostumbrado poder. ¿Pero entonces qué? Había que improvisar todo, desde las reglas de mercado hasta el significado de la vida, sobre las ruinas purulentas de un monstruoso experimento fallido. Abundaban los chanchullos. Los místicos, los sanadores y los hipnotizadores atraían enormes multitudes. En su búsqueda de algo en lo que creer, los residentes de Atom invitaron a un sacerdote a darles una lección semanal en su canal de circuito cerrado de televisión. Un vecino que buscaba una forma de satisfacción más laica decidió albergar una comuna de amor libre.
Sin un líder opositor de consenso, lo normal es que Putin vuelva a ganar
Pasemos a una década después, a mitad de camino en el recorrido hasta hoy. La nueva Rusia seguía siendo una obra a medio hacer. Aquel oscuro coronel del KGB era un presidente muy popular. Putin ofrecía una prosperidad razonable, un sentido paternalista del orden y un relato tranquilizador de orgullo nacional. El precio —salvo para quienes eran una verdadera amenaza contra el régimen, en cuyo caso era verdaderamente elevado— era tolerable: una aceptación implícita del statu quo, una pequeña cesión de la dignidad. Calla y hazte rico.
Para muchos, la entrañable confusión de principios de los noventa había dejado paso al desencanto. El espléndido documental de Robin Hessman My perestroika, estrenado el año pasado, sigue a cinco amigos de Moscú algo más jóvenes que mi grupo de Atom. La película captura la ambivalencia de los que vivieron a caballo entre los tiempos soviéticos y la nueva libertad. Viven razonablemente bien, tienen libertad para decir lo que piensan, pero falta algo, una meta más amplia. “Lo que pasa”, dice Borya, un profesor de instituto que estuvo en las barricadas en 1991, “es que los ideales que ardían en el corazón de una persona en los primeros noventa se profanaron, y no quedó nada por lo que luchar”.
En Atom, el cura del circuito cerrado desapareció, y se instaló un reluciente gimnasio de Reebok, con camas de rayos UVA y filas de máquinas elípticas, un paraíso de cuidados personales en un país en el que las estadísticas siempre las habían dominado el vodka y el tabaco. La escuela primaria de Atom había abandonado muchos de sus programas experimentales (y a su director, un librepensador), para adoptar un plan de estudios agobiante, diseñado para construir triunfadores. Mi microcosmos se había dispersado. Algunos se habían ido a Canadá, o Israel, o Estados Unidos. Un antiguo miembro del aparato de la Liga Juvenil Comunista, que había sido de los más oficialistas durante las reuniones del complejo residencial en los primeros tiempos, había encontrado su vocación en el cínico mundo del tráfico de armas.
Rusia acabó teniendo una clase media, pero eso no fue suficiente para desarrollar una democracia
Igor, el fabricante de cajas fuertes, y su mujer, Tanya, se habían esforzado en aprender la forma de hacer negocios en un país que no sabía hacerlos. Su empresa creció y prosperó. Se mudaron a un apartamento mayor y dejaron el de Atom a una de sus hijas y su yerno. Igor tenía un Mercedes todoterreno. Pero no se sentían cómodos con el consumismo embrutecedor y la corrupción que les rodeaban. Su gran consuelo era que sus dos hijas habían preferido desarrollar su talento cultural en vez de dejarse llevar por la ambición comercial: Maria como pintora de iconos religiosos y Katya como pianista clásica.
Avanzamos una década más. Cuando decenas de miles de manifestantes salieron a las calles de Moscú este mes para protestar contra unas elecciones parlamentarias sospechosas y el estilo autoritario de Putin, los informativos lo calificaron de revuelta de la clase media. Lo primero que pensé fue en buscar a Igor, que había sido mi modelo de recién llegado a la clase media.
Tanya y él viven hoy en Londres. Después de 20 años de luchar contra la palabrería burocrática, la corrupción y unos empleados que no pensaban más que en sus propios derechos, Igor se rindió, vendió su empresa, abandonó Rusia y, a los 55 años, está haciendo un máster de diseño. La política y los políticos no le inspiran mucha confianza, nunca se la inspiraron, pero ha visto las manifestaciones de Moscú en Internet y se siente satisfecho. En las masas de manifestantes, junto a algunos intransigentes que desean volver al despotismo y algunos liberales que han visto reanimadas sus esperanzas de hace 20 años, Igor vio algo que le enorgulleció: jóvenes profesionales, con pinta de normalniye lyudi. Entre ellos, me dijo, estaba su hija Maria.
Un periodista ruso les ha llamado “los nuevos indignados”. Son urbanitas treintañeros bien situados, con la edad suficiente para haber visto el mundo exterior, demasiado jóvenes para echar de menos el cómodo conformismo de la experiencia soviética y para tener miedo. Se sienten engañados e insultados por Putin y su divina designación. Creen que la gente normal merece dirigentes normales.
Resulta que Rusia acabó cultivando una clase media, pero eso no fue suficiente para que se desarrollara una democracia. Para eso, hace falta una generación que sea inocente desde el principio. Borya, el profesor desencantado de My perestroika, le dijo al director el otro día que él no había ido a las últimas manifestaciones, pero sus alumnos sí.
Da la impresión de que Putin no entiende nada porque se lo impide su desdén: desprecia a los manifestantes y dice que son instrumentos de Estados Unidos, se ríe de que los lazos blancos que llevaban parecían “condones”. (El sábado pasado, cuando las masas regresaron a la calle con una actitud todavía más decidida, los inevitables carteles de protesta mostraban dibujos de Putin envuelto en un condón gigante).
Todavía es difícil ver una alternativa clara a Putin. Entre los candidatos hay un oligarca multimillonario que es el dueño mayoritario de los New Jersey Nets, el desilusionado exministro de Finanzas de Putin, varios rostros conocidos de hace 20 años, comunistas, ultranacionalistas, reformistas. Sin un líder de consenso en la oposición, lo normal es que Putin vuelva a ganar. Pero la hija de Igor y los alumnos de Borya, los hijos de la generación de Putin, son la luz al final del largo túnel soviético. Tal vez la lección para las demás democracias que están naciendo en el mundo es que hace falta tiempo: se puede liberar a la gente del sistema, pero el sistema sigue arraigado dentro de la gente.
Bill Keller es columnista de The New York Times, diario que dirigió entre julio de 2003 y junio de 2011, y del que fue corresponsal en Moscú durante la Perestroika.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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