Solo es el comienzo
Es una revolución y su camino, como el de todas las revoluciones, es incierto. La rapidez con que cayeron los dos primeros dictadores, Ben Ali y Mubarak, pudo crear el espejismo de un movimiento instantáneo, limpio y eléctrico como la tecnología usada por los revolucionarios para comunicarse. Nada más lejos de la realidad: una revolución es más un proceso que un acontecimiento. Sus vericuetos son sinuosos y con frecuencia no conducen a ningún lado o regresan al punto de partida. Tienen más de laberinto oscuro que de alameda luminosa. Su éxito no está asegurado ni es como un paseo militar.
Para Shadi Hamid, director de investigación del centro que tiene en Doha (Qatar) el think tank estadounidense Brookings, "la revolución egipcia, en vez de representar una ruptura brusca con el pasado, puede ser entendida mucho mejor como un golpe militar de inspiración popular" (The Arab Awakening. Varios autores. Brookings Institution Press). El punto en que ha llegado ahora, a pocos días de la primera cita electoral para elegir un nuevo parlamento, es la segunda fase de la revolución, en la que hay una pugna entre los socios anteriores, los manifestantes y los militares, unos para sustituir el actual poder militar por un poder civil y los otros para seguir ganando tiempo y evitarlo.
Los militares egipcios se guían, como los militares de casi todo el mundo, por el mito que les identifica con el pueblo al que se presume que defienden. De ahí que eviten o difieran hasta el límite la decisión de disparar a su propio pueblo cuando creen que están en juego los intereses supremos. Incluso cuando lo hacen, como ya ha sucedido este año en varias ocasiones, la más reciente esta semana, se evita usar a la tropa y se enmascara para eludir un punto sin retorno en el que el poder militar carezca de todo margen fuera de la represión. La tentación de zanjar Tahrir como Tian Anmen, la plaza pequinesa donde el ejército chino masacró a los estudiantes en 1989, cuenta con potentes argumentos disuasivos, sobre todo desde el prisma de los propios militares.
El mariscal Tantaui no puede admitir ni siquiera que la institución que preside tenga deseos o intenciones de perpetuarse en el poder. Ha señalado fecha, junio de 2011 lo más tarde, para unas elecciones presidenciales que deben situar en la cúpula del Estado al primer presidente civil de la historia y planteado la necesidad de un referéndum para decidir si los militares deben entregar el poder inmediatamente. Pero no ha negado, en cambio, ninguna de las pretensiones castrenses, como es mantener un estatuto especial de guardianes de la Constitución, contar con presupuestos e inversiones fuera de la acción y el control parlamentario y seguir con un dominio reservado en un sector de la economía que se evalúa en un 25 por ciento del PIB egipcio. Por eso es de temer que maniobre y manipule la agenda electoral, y las urnas si hace falta, para salir de esta con el poder militar intacto.
Hay una situación de doble poder, el militar por un lado y el de la calle por el otro, que los Hermanos Musulmanes quieren desequilibrar en su provecho. También hay dos modelos en competencia: el de una república tutelada por los militares y el de una democracia islamista. Ambos son de inspiración turca aunque referida a distintas épocas: el primero de la Turquía de Ataturk y el segundo de la Turquía de Erdogan y su partido de la Justicia y del Desarrollo. Cabe que del cruce y acuerdo entre ambos salga un híbrido peor, en el que cada uno de los vectores mantenga su vigilancia, militar y religiosa respectivamente, al estilo del muy iliberal modelo saudí.
El futuro de las revoluciones árabes se juega de nuevo en Tahrir. En Mayo del 68 se hizo famosa una frase: “Ce n'est qu'un début, continuons le combat” (solo es el comienzo, continuemos el combate). Era falsa: fue el final de una época y apenas hubo más combates de barricada como aquellos. Ahora es al revés, los últimos compases revelan que, a poco de cumplirse un año del comienzo, estamos todavía en el comienzo, el largo comienzo de una revolución incierta. Si Egipto avanza hacia la supremacía del poder civil, la revolución recibirá un nuevo impulso. Ya sabemos qué sucederá si quienes avanzan y consolidan posiciones son los militares.
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