Entre el 15-M y Mayo del 68
Los movimientos de 'indignación' son todos nacionales, en protesta contra una clase política
Immanuel Wallerstein ha comparado el movimiento de los indignados, que acaba de doctorarse internacionalmente con su sentada en Wall Street, con Mayo del 68, lo que puede ser acertado en cuanto a sus eventuales repercusiones, pero sin que eso desmienta unas diferencias tan grandes como lo que va de ayer a hoy. Leonel Fernández dijo la semana pasada en el Foro de Biarritz, celebrado en Santo Domingo, que “una ola de malhumor” recorría el mundo. El presidente dominicano calificaba muy descriptivamente la que probablemente es mayor manifestación de cólera y disgusto en tiempo de paz en Occidente, desde aquel mayo radiante que nunca fue, sin embargo, mundial, sino solo estrechamente franco-europeo.
Mayo del 68 actuaba desde la iconoclastia de una nueva fe que, aunque mal definida, proponía un mundo. Tenía líderes, jóvenes universitarios que aspiraban, aun sin pretenderlo, a convertirse en nuevos mandarines; e, inicialmente, el Partido Comunista francés, que era el más estalinista de Europa occidental, mantuvo las distancias para sumarse desganadamente a la protesta cuando ya no tenía más remedio. El enemigo de la estudiantada era un gigante, pero hombre al fin y al cabo, que abandonaba la presidencia de la República al año siguiente sin sospechar que quien le había derrotado había sido un viento primaveral y no un insulso referéndum sobre la regionalización: Charles de Gaulle. Eslóganes aparte, propios de esa prestidigitación tan francesa de la palabra —“prohibido prohibir”; “la imaginación al poder”— aquel Mayo nacía en una atmósfera intelectual en la que sería posible el eurocomunismo, el dogma antidogmático, en la mouvance del experimento checoslovaco de Alexander Dubcek, aplastado en agosto siguiente por los tanques que jubiló el más servicial vigía de Occidente: Mijaíl Gorbachov.
El movimiento que comenzó en la Puerta del Sol, hasta ahora la única exportación española verdaderamente internacional del siglo XXI, tiene como gran protagonista a una masa tan deliberadamente anónima como despersonalizado es su enemigo: el capitalismo financiero, los bancos y sus hipotecas, los gobernantes que desoyen la opinión, la insuficiencia democrática que no da para un empleo digno; lo más antropomórfico en ese eje del mal es la muralla de Wall Street. Estamos por ello ante un movimiento de okupas universales que no propone ninguna revolución, sino la domesticación sin escapatoria posible del capitalismo. No sabemos si ha opinado Francis Fukuyama, el biógrafo del fin de la historia, pero seguramente debería estar satisfecho cuando menos por el hecho de que tanta ira acumulada se exprese hoy de forma tan poco ideologizada. Su colega y rival Samuel P. Huntington, ya fallecido, se molestaría, en cambio, de que no aparecieran musulmanes en la protesta. Efectivamente, salvo algunos latinoamericanos fácilmente asimilables a la algarabía española, la inmigración está callada para no llamar innecesariamente la atención.
Pero que el 15-M prefiera alojarse en el seno oscuro de la masa no significa que carezca de organización. Si Mayo del 68 congregaba a sus peones por medio del pasquín y del teléfono, el movimiento madrileño y sus adláteres mundiales son de profesión digitales, como el proselitismo y el encuadramiento políticos. Pero ¿cuál es su futuro, más allá del natural orgullo de ver cómo el público se reclama de parecida indignación en tantos países azotados por la crisis? Eslóganes tan poco realistas como “el pueblo unido, jamás será vencido” parece que lo sitúan en una difusa zona a la izquierda, pero no faltan en sus aglomeraciones venerables representantes de la tercera edad, que exigen que se les trate como corresponde a los que sostuvieron el Estado providencia. ¿Hay materia prima humana en el movimiento para que se constituya en fuerza política con designio propio? Ante el 20-N en España, ¿aparta el movimiento de las urnas o solo llama al voto de castigo, en contra de quien quiera que esté en el poder?
Los movimientos de indignación son todos profundamente nacionales, vinculados a la protesta contra una coyuntura y una clase política determinadas, pero de la Puerta del Sol a Palacio Quemado en La Paz, ante el que indígenas bolivianos claman por la preservación de un parque natural o estropean su voto en una absurda elección de magistrados, se encuentra un factor de unidad. Con la historia concluida o no, el descrédito del sistema o de cómo se practica —aquel al que Churchill llamó el menos malo de los existentes— parece hoy ir en aumento. El liberal capitalismo, como decía Fukuyama, ha ganado; pero no gusta la manera.
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