En busca de la seguridad
El aeropuerto de Saná intenta aprender lecciones para que no se repita el incidente del terrorista que voló a Detroit con explosivos en Navidad
Sin posibilidad de visitar los campos de desplazados internos por la guerra del norte y ante el fin de semana (que aquí es jueves y viernes), pongo fin a mi visita a Yemen. Acaba de amanecer cuando me dirijo al aeropuerto por el que el nigeriano Umar Farouk Abdulmutallab logró presuntamente sacar los explosivos camuflados en los calzoncillos con los que intentó hacer estallar un avión en ruta hacia EE UU el día de Navidad.
Desde entonces, el Reino Unido ha cancelado los vuelos directos de Yemenia, la compañía de bandera yemení, y un grupo de expertos internacionales ha visitado el aeropuerto de Saná para detectar fallos de seguridad. Siguiendo sus consejos, las autoridades han aumentado el personal, pero hay factores culturales que parecen aminorar el efecto de sus esfuerzos.
En la puerta de entrada, donde todos los pasajeros deben pasar sus pertenencias por una máquina de rayos X, los yemeníes se amontonan sin ningún sentido del orden. Ante el riesgo de que aplasten a las dos únicas pasajeras presentes, un policía les hace pasar. Una de ellas es yemení y nadie controla su identidad bajo el niqab que le cubre la cara. Hay una cabina para cacheos pero la mujer policía a cargo o no ha llegado aún o está desayunando. La seguridad no detecta, o no le molesta, el tetrabrik con el zumo de frutas que llevo en el maletín del ordenador.
Ante los mostradores de facturación encuentro menos agobio que en viajes anteriores. No sé si es porque han espaciado la treintena de vuelos que gestionan al día, o por lo temprano de la hora. Un policía vigila que nadie sin tarjeta de embarque acceda al control de pasaportes. Sin embargo, parte de los viajeros pasan directamente a la sala de embarque porque no van a salir del país. En este pequeño aeropuerto de los años setenta no hay suficiente espacio para separar vuelos nacionales e internacionales.
No sólo eso, sino que las pistas se comparten con el Ejército del Aire y entre el vuelo a Riad y el vuelo a Dubai, también despegan los aviones que van a bombardear a los rebeldes Huthi del norte del país. Está en construcción un nuevo edificio terminal, más amplio y moderno, pero habrá que esperar dos años hasta su inauguración.
Una vez dentro, un mini duty free, una modesta cafetería y una sala de embarque con dos entradas diferentes se distribuyen el escaso espacio en el que viajeros nacionales e internacionales se mezclan en la más absoluta confusión. No hay pantallas electrónicas y los vuelos los anuncian de viva voz unos voluntariosos empleados que, en última instancia, buscan a los pasajeros por toda la sala.
En el nuevo control antes de subir al avión se aprecian las lecciones recibidas del equipo internacional de expertos. Aunque los policías encargados del acceso aún no ningunean a los pasajeros como en los aeropuertos occidentales, ya les obligan a quitarse zapatos y cinturones. Tampoco se meten con los líquidos. Eso sí, los hombres han debido facturar sus dagas con el equipaje y sus fundas vacías dan un aspecto extraño a su indumentaria. Confusión aparte, mi vuelo sale con cinco minutos de adelanto.
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