El deber con la palabra
No es la economía. Tampoco la tecnología. Es la sociedad. La disolución o devaluación de conceptos sobre los que se han asentado nuestras sociedades hasta ahora. La idea de que pueda haber un interés general, por ejemplo: está desapareciendo como el hielo de los polos, sustituida por el barro de una agregación de intereses individuales y grupales. El espíritu ilustrado, que concedía mayor valor a la pluralidad y a la libre confrontación de ideas que a las ideas mismas; sustituido por el aire chamuscado de la corrección política. El optimismo de un mundo que se sentía capaz de gozar de la libertad y de decidir con atención a su raciocinio; arrollado por la civilización de los riesgos y de los miedos, en los que cada uno se defiende a sí mismo y a los suyos y las gentes se agrupan para defenderse y protegerse de todo y en todo: intereses, ideas, seguridad física.
¿Cómo no estará en crisis el periodismo, si ha crecido en una tierra y ha respirado un aire que a veces parecen esfumarse? Sin interés general, sin pluralismo ni libre confrontación de ideas, sin decisiones tomadas en libertad tras la correspondiente deliberación democrática, poco puede quedar del periodismo que hemos conocido. Poco también de la idea de ciudadanía democrática, sustituida por las tribus y los lobbies, los fundamentalismos y las religiones culturales. Ahí quedaremos, solos y aislados, políticamente corregidos según el código de adhesión elegido, agazapados todos en los correspondientes nichos tecnológicos, cada uno con los nuestros, en un mundo globalizado pero atufante y esclavizado.
Esta antiutopía que ahora asoma el morro no debe llegar a convertirse en realidad. Y los primeros que debemos estrangularla en su nacimiento somos quienes vivimos de la palabra, de su ejercicio libre, y a la palabra nos debemos.
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