Morir por Kabul
Las cuentas son claras: 850 soldados norteamericanos, 221 británicos, 131 canadienses, 36 franceses, 34 alemanes, 26 españoles, 22 italianos, 21 holandeses, 15 polacos, 11 rumanos, y así hasta 1463 bajas mortales. Creciendo de año en año desde 2001. En dos operaciones distintas, tan contradictorias en sus objetivos como convergentes en la realidad de la guerra: la estrictamente bélica contra Al Qaeda y sus amigos talibanes, a cargo de Estados Unidos, Canadá y Reino Unido fundamentalmente; y la de reconstrucción por encargo de Naciones Unidas, a cargo de la OTAN. Todo para evitar que los talibanes derroquen el régimen de Karzai en Kabul y para construir la estructura de un Estado. Con resultados de evaluación sencilla y rápida: mediocres tirando a malos o muy malos.
El último episodio desconcertante ha sido la ceremonia de confusión en torno a los resultados electorales, que se suma a las peleas dentro de la administración norteamericana entre quienes quieren seguir la escalada militar (los mandos militares) y quienes quisieran encontrar una solución política (Obama). El marco regional en el que se está registrando el actual naufragio es altamente preocupante: por un lado, la batalla de Warizistán entre el ejército paquistaní y los talibanes; por el otro, la recrudescencia del terrorismo contra el régimen de los ayatolás iraníes, en la zona fronteriza con Pakistán.
Estamos probablemente en el momento más desconcertante de los nueve años de esta guerra que no hace más que crecer en dimensiones y en bajas. La región será la piedra de toque internacional de la presidencia de Obama. Muchos, el propio Obama entre ellos, temen que se convierta en un Vietnam, donde la dirección militar del conflicto se impuso sobre la dirección política, debido fundamentalmente a un motivo: el análisis subyacente era erróneo, como han demostrado luego los hechos. La teoría del dominó se reveló inconsistente y la victoria del Vietnam comunista no hizo caer todo Asia en manos de China.
Ahora se enfrentan de nuevo dos formas de enfocar la presencia americana y europea en Afganistán. Si es un problema estrictamente militar, una retirada, por más que sea progresiva, o la fijación de una fecha para terminar las operaciones, con independencia del régimen que se halle instalado en Kabul, son una forma de derrota inaceptable: Estados Unidos no puede irse con el rabo entre las piernas. Pero si es un problema político, entonces quedaría prohibido hacer evaluaciones bajo el prisma de la victoria militar y se trataría de desconectar Afganistán del polvorín paquistaní, para resolver allí de una vez el problema que significa Al Qaeda y evitar que el arma nuclear acabe en manos de gobernantes irresponsables o abiertamente proclives al terrorismo.
La OTAN debería bajo este prisma reafirmarse en su misión de reconstrucción, especialmente dedicada a la formación de una policía y de un ejército afganos capaces de hacerse cargo de la propia seguridad. Esta última eventualidad no agota la preocupación por la Alianza Atlántica que subyace en cualquier enfoque de la misión en Afganistán. Ayer mismo subrayaba la columnista del Washington Post Anne Appelbaum la escasa visibilidad que tiene el alto y creciente número de bajas que se están produciendo en Afganistán. Cada país se acuerda y honra a sus fallecidos, pero nadie se fija ni tiene en cuenta lo que les está pasando al conjunto de los aliados y lo que le está pasando a la Alianza. El título de su artículo es suficientemente expresivo: The slowly vanishing Nato. Lo que no consiguió la Unión Soviética quizás lo consigan la acción conjunta de los talibanes y de los errores de los aliados.
(Enlaces: con las cuentas de bajas en Afganistán; con el artículo de Anne Appelbaum).
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