Fuera de visión
La campaña electoral alemana se abre camino con dificultad en los medios de comunicación internacionales. Quizás irá avanzando algo más a medida que se acerca la cita con las urnas, el domingo 27 de septiembre. Pero de momento, mancha poco en las primeras páginas y menos todavía en los ‘prime time’ de los informativos. Esta invisibilidad se debe fundamentalmente a dos factores. En primer lugar, no hay grandes incertidumbres que conmuevan a la opinión acerca de las consecuencias de las elecciones: queda claro incluso, a la vista de los sondeos, que cualquiera de las dos fórmulas más probables –la gran coalición y el gobierno de los cristianodemócratas con los liberales- significará una gran continuidad, incluso en el nombre de quien ocupe la cancillería.
Pero hay un segundo factor que no suele tenerse en cuenta y que tiene que ver con el desplazamiento del centro de gravedad del mundo: cada vez se matiza más el interés por lo que sucede en Europa, aunque sea en el país más grande, más habitado, con la mayor economía, y situado en su espacio central. Eso lo saben tanto o mejor que los alemanes todos sus vecinos de la Europa central y del este que un día fueron la niña de los ojos de Washington y de Bruselas, y fabricaron las mejores noticias del final de siglo. De estos países sólo interesaba antes su pasado comunista y ahora interesa poco, en cambio, el peso que este pasado tiene en su vida política interna y, lo que es más importante, en sus relaciones con Rusia, la antigua potencia opresora. Los recientes lamentos de un nutrido grupo de ex responsables políticos de estos países por el olvido de Obama pueden leerse en esta clave de sentimiento de inseguridad, pero también en clave de pérdida de peso de Europa en el mundo.
Y sin embargo, las elecciones alemanas merecen mucha más atención. Como mínimo por parte de los europeos. Y probablemente por parte de todo el mundo. Ya he destacado las dimensiones del país que decide su rumbo dentro de pocos días. Pero además hay que tener en cuenta también otros factores que tienen que ver con su peso industrial y económico, su ciencia y su tecnología, sus políticas sociales y medioambientales, la importancia de su lengua y su cultura y, sobre todo, la calidad de sus instituciones democráticas.
Frente a los lamentables espectáculos de frívola personalización del poder o de confusión entre lo público y lo privado que ofrecen un buen número de países europeos de peso, Alemania es todo un ejemplo del funcionamiento de las instituciones y un modelo europeo de checks and balances. Basta con observar el cuidado con que el canciller alemán suele preservar los espacios de autonomía de sus ministros y no digamos ya de los länder. Lo hace por mandato constitucional, obviamente, pero también por el tipo de cultura política construido por la Alemania Federal, en el que las coaliciones son frecuentes. Todo lo contrario, por cierto, de nuestro ordeno y mando hoy impulsado por los teléfonos móviles presidenciales capaces de vulnerar cualquier espacio autónomo y traspasar cualquier blindaje institucional.
Sin estar en el Consejo de Seguridad ni tener acceso al arma nuclear como los otros dos grandes socios europeos que son Reino Unido y Francia o su gran vecino oriental que es Rusia, poco se puede hacer en el mundo en muchos dominios sin el saber, la experiencia y la voz de los alemanes. Todo este patrimonio político que se revalida y proyecta en unas elecciones generales tiene especial interés a los veinte años del acontecimiento mayor que ha marcado el rumbo del planeta en la última década del siglo XX y principios del XXI como es la caída del Muro de Berlín, ahora hace veinte años. En aquel momento Alemania alcanzó la plena normalidad como país unido en libertad, un estadio de la normalidad europea que a todos los europeos afecta y todos debemos celebrar.
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