La mediocridad de unos demócratas
México arranca esta segunda mitad del sexenio de Felipe Calderón francamente muy estropeado
En México se instala el 1 de septiembre una nueva legislatura del Congreso de la Unión y el Presidente Felipe Calderón presenta por escrito su tercer informe de gobierno. Propiamente dicho, se inicia la segunda mitad de un Gobierno marcado por la urgencia de reformas.
México arranca esta segunda mitad del sexenio de Calderón francamente muy estropeado: Con un crecimiento negativo, según el Banco de México, de 10,3% del PIB en el segundo trimestre del año; con una tasa de desempleo abierto, según el Instituto Nacional de Estadística Geografía e Informática (INEGI), de 6,12% en el mes de julio, que agrega 431.000 personas más al paro, consolidando la tasa de desempleo abierto más alta de los últimos trece años; con nuevas cifras de pobres que alcanzan un incremento de cinco millones de mexicanos más a la pobreza extrema, que es la pobreza alimentaria, la cifra pasó de 13,8% a 18,2%, y la cifra total de pobres en México, ascendió de 42,6% a 47,4% de la población total.
A esos problemas se suma por supuesto la caída en la recaudación y en los ingresos fiscales, una reducción en las remesas que mandan los mexicanos que trabajan en Estados Unidos, la caída en la producción y en los precios internacionales del petróleo, una de las peores sequías de los últimos años, una guerra muy violenta contra el narcotráfico y, por si fuera poco, el riesgo de un rebrote de la epidemia de influenza en el próximo invierno.
Este apretado resumen de calamidades exige tomar decisiones. Es el entorno económico y social más preocupante que se ha vivido en México en décadas, y constituye un recuento de malas noticias, que conforma quizá el escenario límite posible, para que la clase política, todavía en democracia, sea capaz de ponerse de acuerdo y tomar decisiones.
En México debemos preguntarnos: ¿Cuánto tiempo resiste una democracia la mediocridad de sus demócratas?
El nudo de la transición a la democracia en México está en la incapacidad de tomar las grandes decisiones. El Ejecutivo y el Legislativo funcionan con relativa normalidad en el día a día. Se cumple en general con la inercia y se toman las decisiones simples: se aprueban los presupuestos, se votan los impuestos inerciales y se votan decenas de leyes sobre temas sencillos, pero en cuanto llegan los temas difíciles o delicados nada ni nadie es capaz de destrabar los desacuerdos.
En México no es posible entrar a discutir y decidir sobre las llamadas reformas estructurales, de las que todos hablan, en las que todos coinciden, pero que nadie es capaz de concretar.
En el Congreso opera realmente un sistema de vetos más que un sistema de votos.
Las iniciativas planteadas como reformas estructurales, cuando se presentan, poco a poco se van rasurando al calor de las presiones de los grandes intereses y de las críticas de los medios de comunicación. Conforme avanzan los debates, las propuestas van perdiendo densidad, se van haciendo inocuas, mediocres y se opta al final por un estilo de legislación minimalista, que al final no sirve y que no resuelve los problemas de fondo.
Las fuerzas políticas del país han sido incapaces de tomar las decisiones correctas cuando tocan intereses duros, cuando son incómodas o cuando son impopulares. En la práctica, ni el Presidente ni el Congreso son capaces de asumir su responsabilidad. Al final nadie da la batalla política por los temas y nadie quiere pagar los costos políticos y electorales, pensando en la próxima elección.
Se opta por el populismo legislativo, con leyes complacientes, descafeinadas, que quieren quedar bien con todos y que al final no le sirven a nadie.
Claramente en el diseño institucional no hemos creado los mecanismos para desarrollar un verdadero diálogo entre poderes. Constitucionalmente no tenemos un sistema de colaboración eficaz entre el Ejecutivo y el Legislativo. No existen las instituciones con los incentivos políticos para decidir: no existe la reelección, no existen momentos de evaluación popular, no hay momentos mediáticos de alta visibilidad, ni plazos fijos para aprobar, en un sentido u otro, las reformas que resuelven los grandes problemas nacionales.
El país ha aguantado nueve años, desde la alternancia, sin las decisiones que hacen posibles los cambios prometidos. Sencillamente, no le entramos a los grandes temas de la agenda: petróleo, improductividad en el campo, tenencia de la tierra, recaudación, rendición de cuentas, corrupción, monopolios, privilegios, sindicatos y rentistas.
El Ejecutivo y el legislativo son dos instituciones que se confrontan y que se obstruyen. Son dos poderes que no se ven, que no se hablan y que física y materialmente nunca se encuentran. Con la reforma que elimina definitivamente la presencia del Presidente ante el Congreso para rendir anualmente su informe de gobierno, el Presidente nunca habla formalmente con el Congreso de la Unión. ¿Sabía usted que el Presidente de México solamente asiste una vez al año al Congreso? y ¿Sabe para que? ¡Para entregar una presea, la medalla Belisario Domínguez!
Parecida a nuestra ya casi bicentenaria experiencia del siglo XIX, de tan lamentable memoria, estamos reproduciendo en la democracia del siglo XXI los mismo errores.
Con los atentos saludos de Santayana, estamos repitiendo la historia: dos poderes que se estorban y que se anulan, que son incapaces de decidir lo importante y que se pelean por nimiedades, mientras afuera, el país se pierde.
En la 61 legislatura que ahora inicia, la Cámara de Diputados conformada por 500 representantes, quedó integrada por 237 diputados del PRI, 142 del PAN, 71 del PRD y 50 diputados de minorías. Por su parte, la Cámara de Senadores conserva su integración, de 128 Senadores, 52 son del PAN, 32 son del PRI, 26 del PRD y 18 de las minorías.
Con esta integración, si no se construyen acuerdos entre opositores, concretamente entre PAN y PRI, sencillamente no habrá reformas estructurales.
No tenemos nada nuevo y no hemos hecho nada para que las cosas sean diferentes.
Lo único es que hoy tenemos tal cantidad de problemas y rezagos, que quizá se pueda construir cierto sentido de urgencia que estimule y sea capaz de despertar la conciencia y la responsabilidad de la clase política.
Los partidos tienen que optar y decidir. México llegó a un punto de quiebre y necesita con urgencia reformas estructurales. Alguien tiene que pensar en el interés público, por encima de los intereses particulares o de grupo. México tiene que tomar decisiones incómodas. Es como el niño que debe tomar la medicina amarga para curarse.
El Congreso y el Presidente necesitan emprender un diálogo productivo como nunca en la historia de nuestra democracia. Pese a sus diferencias, deben hacer a un lado sus fobias, y desarrollar el sentido de urgencia necesario, para integrar muy pronto, un paquete de reformas estructurales de emergencia.
Claramente hay dos opciones: Tenemos la opción del México de acuerdos en el que el Congreso y el Presidente se fajan y emprender las reformas incómodas e impopulares que México necesita, o bien tenemos la opción del México mediocre, en el que el Presidente y el Congreso hacen suyas todas esas expresiones tan características de nuestra mexicana cotidianeidad: "No es mi culpa...", "¿y yo porqué?..., "no pasa nada...", "ya casi...", "por poquito...", "ya merito...", "no es pa' tanto", "no se pudo...", "es lo que hay...", "ya ni modo...", "no hay manera...", y "aí' se va".
Si escuchamos estas expresiones, seguramente habrán optado por el México mediocre. El problema es que seguir por la opción del México mediocre ya pone en riesgo la viabilidad del país y la consolidación de nuestra democracia.
Muy pronto veremos de qué están hechos los políticos mexicanos de la generación de la alternancia.
Abogado, máster en administración pública y analista político, es investigador de CIDAC.
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