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La intimidad

Fascinante hipnotismo de los poderosos. Puede actuar a distancia sobre quienes no les conocen ni pueden recibir recompensas o prebendas de ellos, incluso sobre mentes pobladas de ideas diametralmente opuestas. Buenas gentes que de pronto se ven impelidas por extrañas e inexplicables razones a defender unas causas que no les van ni les vienen, y que pueden alcanzar cotas sublimes de sectarismo y empecinamiento. Escritores y periodistas deslumbrados por la luz cegadora del poder, que les atrae como los faros a las mariposas nocturnas. Tanto más sorprendente es este fenómeno en nuestros tiempos devaluados, cuando quienes ocupan las más altas magistraturas pueden llegar a ser los peores, los más inanes o los más corruptos. Si siempre es irritante la sumisión de la inteligencia al ordeno y mando, más lo es cuando los adulados poderosos hombres de acción se caracterizan por su insulsa incapacidad, adornada puramente por la manipulación, la propaganda y el teatro, que cubren las vergüenzas de su cabeza huérfana de ideas.

Viene a cuento todo esto porque hoy no quiero ocuparme de Berlusconi sino de esos individuos impresionables, que fueron un día juiciosos pero de pronto han caído, como obnubilados por unos pases magnéticos, en la defensa de algo tan inconsútil como la intimidad del primer ministro italiano y en el ataque a los periódicos donde se han publicado las fotos o se ha contado con detalle el tráfico de mujeres al que se dedica el jefe del Gobierno italiano. No para contradecirles ni para defenderme yo mismo y mi periódico respecto a las decisiones que conciernen a algo tan público como la vida privada del Cavaliere. Sino para conminarles a que sigan defendiéndole; que no le dejen sólo con su ejército de abogados y de periodistas a sueldo: ellos son los únicos que lo hacen libre y generosamente, sin atender orden alguna ni esperar recompensa.

Les necesitamos. Es tan clara y contundente la falta, tan evidente la necesidad de perseguirla y purgarla, que nada ayudará más y mejor a alcanzar una perfecta depuración del caso que el funcionamiento regular de una defensa intelectualmente ambiciosa, capaz de buscar argumentos donde no los haya por el puro placer de defender a este tipo de individuos y poder llevar así la contraria a sus progres o socialdemócratas malditos hasta cargar sobre sus espaldas la responsabilidad de todo el escándalo.

A ellos les toca ahora hacer los deberes. Hacer comprender a la gente que colocar prostitutas en las listas electorales, traficar con mujeres, ofrecer favores políticos a cambio de servicios sexuales, forma parte todo ello de la intimidad. Convencer a los diplomáticos y a los políticos responsables que esa expansiva privacidad del jefe del ejecutivo, en la que se mezclan meretrices de lujo y azafatas televisivas, no pone en peligro la seguridad del Estado y de sus más altos servidores, ni convierte a dicho personaje en seriamente vulnerable a chantajes, extorsiones, espionaje, o inducción a realizar cohechos y tráficos de influencia. Asegurar con sólidos argumentos a sus conciudadanos que en nada afecta al prestigio de su país ni va a influir en lo más mínimo en la actitud de los mandatarios del G20 que se reunirán en julio en L’Aquila bajo tan una presidencia tan amena. Culminar toda su argumentación con un sólido y convincente alegato contra el moralismo y el buenismo practicado por la izquierda más convencional.

Comentarios

En el caso de un político, ¿dónde acaba la persona privada y dónde comienza el personaje público? Un misterio no muy distinto al de la transustanciación eucarística. Metáfora encarnada: el término real y el término imaginario conviven dentro de una misma sustancia individual. En este caso, el Cavaliere. Berlusconi, la persona, parece repugnante. Berlusconi, el político, resulta sumamente deleznable. ¿Existe realmente un trasvase de Berlusconi a Berlusconi? ¿Son porosas las fronteras que separan (y unen) el uno y el otro? ¿Deben ser juzgados ambos según unos mismos criterios morales? Por aquí planea la sombra de Maquiavelo. Yo sólo digo, con alivio: ¡menos mal que no soy político! Pero luego pienso: ¡y, sin embargo, tiene que haberlos! ¿Lanzaré yo la primera piedra?
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