Un país ingobernable
Sin Constitución y con un Parlamento fragmentado por la diversidad social, religiosa y étnica, la estabilidad política parece imposible en Israel
Probablemente sólo existe un Estado en el mundo en el que nada más cerrarse las urnas ya se habla de las siguientes elecciones. Anticipadas, cómo no en Israel. Sucedió durante la noche electoral del martes. Tal es la confusión generada por los resultados de los comicios. Doce partidos en un Parlamento de 120 escaños componen un panorama político que fuerza a la componenda, al navajeo y a las coaliciones inverosímiles. Todo ello producto de una legislación electoral basada en la proporcionalidad pura, que promueve la representación de todos los sectores sociales, religiosos y étnicos. Pero que convierte a Israel en un país ingobernable.
Los líderes son conscientes de que es imposible que Israel goce de estabilidad política. Y se escuchan con frecuencia voces que abogan por un sistema con rasgos del presidencialismo. Sin embargo, nunca se ponen manos a la obra. Surgen propuestas, como elevar el umbral que permite el acceso a la Cámara, ahora situado en el 2%. Y seguramente ello supondría la fusión de algunos partidos y facilitaría reformas fundamentales que Israel requiere. Pero la fragmentación de la Kneset, y la necesidad de buscar apoyos en formaciones que defienden intereses y principios muy concretos, convierten la tarea en misión imposible.
Israel, 61 años después de su fundación, carece de Constitución y se rige por las denominadas Leyes Básicas. Se antoja imposible poner de acuerdo a sectores tan distantes en su visión del mundo sobre asuntos para nada intrascendentes. Por el contrario, afectan a cientos de miles de sus 7,3 millones de habitantes.
La legislación civil, por ejemplo, es una de las materias más conflictivas. El matrimonio, el divorcio y las conversiones al judaísmo son asuntos que monopolizan los tribunales rabínicos. No está regulado el matrimonio civil y decenas de miles de israelíes han viajado a Chipre para casarse. En partidos laicos como Yisrael Beiteinu y Kadima abunda la indignación. Unas 300.000 personas que desean convertirse al judaísmo, siguiendo las reglas impuestas por el rabinato, se topan con exigencias mayúsculas. Se requieren años de estudio y los rabinos exigen adecuarse a los preceptos del Libro Sagrado con celo inquisidor.
La evasión en el llamamiento a filas en el Ejército, un pilar fundamental de la sociedad -cada vez más en manos de los simpatizantes de los religiosos-sionistas, es decir los colonos-, crece paulatinamente. De hecho es motivo de disputa entre Yisrael Beiteinu -partido que aglutina el voto ruso, aunque no sólo- y grupos ultraortodoxos como el Shas, que consideran herejía que los alumnos de las yeshivas (escuelas talmúdicas) no se dediquen en cuerpo y alma al estudio de la Torá. La inmensa mayoría de los estudiantes de esas escuelas, financiadas generosamente con recursos públicos, eluden el servicio militar. Y si alguien plantea reformar el currículum para que sus alumnos se apliquen en las matemáticas, geografía o historia, los rabinos montan en cólera.
"Éste es un país cuyo nivel de vida ha caído respecto a los países occidentales y donde la tasa de pobreza y desigualdad crece constantemente desde 1970... Un país con el peor sistema educativo de Occidente y con un sistema universitario que todavía es uno de los mejores pero que se halla al borde de la caída libre. Un país con severos problemas de agua y de transportes conocidos desde hace décadas pero que han sido despreciados. Un país con una fuga de cerebros sin parangón en Occidente. En un país que pese a todo ello aún puede convertirse en el éxito más asombroso del siglo XXI, todos esos problemas pueden resumirse en una sencilla frase: es el sistema, estúpidos", ha escrito Dan Ben-David, profesor de Políticas Públicas de la Universidad de Tel Aviv.
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