Mentar la soga en casa del verdugo
Nada ha dicho el Papa Benedicto XVI en su discurso ante Naciones Unidas acerca de la pena de muerte. Su intervención en la Asamblea General, por invitación del secretario general, Ban Ki-Moon, ha quedado en buena medida ocultada por otros aspectos más noticiosos del viaje, como sus reiteradas muestras de compunción y peticiones de perdón por los millares de casos de pederastia protagonizados por curas católicos, que no fueron separados del sacerdocio y fueron incluso encubiertos por sus obispos. Su mensaje dirigido a todas las naciones del mundo merece la pena de ser atendido y analizado, por cuanto significa un explícito apoyo a la obligación de proteger que tienen los Estados respecto a sus poblaciones y al derecho de ingerencia de la comunidad internacional en casos de graves violaciones de los derechos humanos, siempre por supuesto bajo cobertura de la legalidad multilateral.
No debe extrañarnos que el Papa no haya hablado de la pena de muerte, a pesar de que esta misma Asamblea General aprobó en fecha reciente, el 8 de diciembre de 2007, una moratoria universal, por una apabullante mayoría de 104 países contra 54 y 29 abstenciones. El Vaticano estaba perfectamente implicado en la iniciativa de esta moratoria, de efectos puramente simbólicos y lanzada por Italia hace ya 14 años, en un amplio consenso que abarcaba desde los radicales laicos hasta los católicos de la Comunidad de San Egidio. Pero abogar por la abolición de la pena de muerte en un viaje oficial a Estados Unidos hubiera sido una forma de ingerencia inconveniente, que además no está en los libros de estilo de la diplomacia vaticana.
Razones no faltan para la preocupación. Estados Unidos está en 2007 en el quinto puesto en el ranquing de los países que más personas ejecutan. El primero, como todos sabemos, es China, con 470 reconocidas, aunque es una cifra recibida con incredulidad, por demasiado moderada, respecto a un país que hasta bien poco tiempo las contaba por varios millares al año. Le siguen Irán, con 317, Arabia Saudí con 143 y Pakistán con 135. Luego ya viene Estados Unidos con 42, una cantidad modesta si se compara con otros años y que se debe a la suspensión de ejecuciones desde septiembre a la espera de una sentencia del Tribunal Supremo sobre la inyección letal utilizada por el estado de Kentucky.
Pues bien, el mismo día en que Bush recibía a Ratzinger en la Casa Blanca, los nueve jueces del Supremo dieron a conocer su sentencia sobre la inyección. El resultado es que pueden proseguir las ejecuciones, de forma que ahora mismo entrarán en capilla en los próximos meses no menos de doce reos.
Estoy convencido de que la pena de muerte será abolida en fecha no muy lejana en Estados Unidos, y será gracias sobre todo a las sentencias del Supremo. Esta sentencia sobre la inyección letal deja muy mal sabor de boca, porque en realidad no afecta al meollo del problema y conduce a la reanudación de las ejecuciones. Dos reos, condenados a muerte por asesinatos cometidos entre 1990 y 1992, pidieron la suspensión de sus ejecuciones por inyección letal alegando que el sufrimiento infligido está prohibido por la Octava Enmienda a la Constitución americana, que es por cierto la que declara ilegales la tortura y los malos tratos.
Los jueces han rechazado el recurso, por siete votos contra dos, pero uno de los magistrados, el más veterano de todos, John Paul Stevens, nombrado por Gerald Ford, un presidente republicano, ha señalado en su voto particular que según su opinión de jurista la propia pena de muerte es inconstitucional. Stevens alega el enorme riesgo de error que implica la pena de muerte y argumenta incluso a partir de datos estadísticos: si se trata de un criminal negro y una víctima blanca es más fácil que sea condenado a muerte que en cualquier de las otras combinaciones posibles, especialmente si es un criminal blanco y una víctima negra.
La autorizada opinión de Stevens tendrá más efecto de lo que hubiera producido una mera insinuación del Papa, cuya principal preocupación de cara a la opinión pública norteamericana es mejorar la imagen del catolicismo después del colosal escándalo de la pederastia. Hubiera sido como mentar la soga, pero no en casa del ahorcado sino del verdugo.
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