El dilema pakistaní

El asesinato de Benazir Bhutto sitúa a Pakistán y a sus dirigentes ante un dilema brutal que deberán resolver en las próximas horas. O continuar con la convocatoria electoral, que los terroristas querían sin duda alguna interrumpir, o suspender las elecciones y abrir así el portillo a que la cúpula militar poderosísima de este país retome plenamente las riendas una vez más y por un tiempo indefinido. Apoyar una u otra opción es de una responsabilidad enorme. La primera significa, a pesar de los pesares, intentar restaurar la regla de juego, que es el único camino hacia la estabilidad y la pacificación. La segunda significa regresar a una espiral cuyos resultados ya conocemos: la responsabilidad de las dictaduras en estos tsunamis de violencia es enorme, pues nada crea más extremismo que las leyes marciales y todo lo que cuelga de ellas: torturas, detenciones arbitrarias, desapariciones.

Los inconvenientes de ambas opciones son muy poderosos. Es difícil pensar que las elecciones convocadas para el 8 de enero puedan celebrarse en condiciones de normalidad y de fair play. La continuación de la campaña puede conducir incluso a un incremento de la violencia sectaria. Previamente al magnicidio muchos eran quienes consideraban inútiles estos comicios convocados por el maniobrero Pervez Musharraf, una anguila política que ha jugado siempre entre su alianza con Estados Unidos y los pactos con los radicales de las zonas tribales y quien sabe si incluso más allá. Aunque fue el quien dio la orden de asaltar la Mezquita Roja donde se refugiaban cientos de extremistas islámicos próximos a Al Qaeda, también se deben a su iniciativa la liberación de presos y los acuerdos con las guerrillas alqaedistas.

No se puede olvidar que el padre de la bomba islámica y traficante ilegal de uranio enriquecido y de material militar, el físico Abdul Kadir Khan, se halla únicamente bajo arresto domiciliario y no ha sido nunca obligado a responder ante las autoridades internacionales de la energía atómica. Es evidente que a Musharraf había apostado por las elecciones y el posterior nombramiento de Bhutto como primer ministro, algo que estaba en el interés de casi todos, Europa y Estados Unidos, por supuesto, pero también todo el Pakistán moderno, civil y democrático, que es mucho más extenso e importante de lo que las imágenes de los energúmenos nos quieren indicar. Aunque el ex general ha ido cumpliendo su palabra con Washington, el margen para la desconfianza es muy grande: recordemos el entusiasmo con que ha peleado a favor de su causa presidencial y en contra de la oposición democrática y sobre todo de los abogados; no olvidemos cómo destituyó al Tribunal Supremo para nombrar a magistrados favorables y cómo ha amañado su elección de segundo grado como presidente.

Pues bien, así y todo, yo creo que la anulación de las elecciones es la peor de las opciones y la que ofrece mayores posibilidades de alentar el caos. No hay que olvidar que el objetivo final de los terroristas es la implantación de una dictadura islámica, que imponga totalmente la sharia, rompa con Estados Unidos y Europa y ponga su armamento nuclear a disposición de los extremistas islamistas de todo el mundo. Cierto es que este improbable Califato terrorista tendría muchas dificultades incluso para llegar a ser realidad, y no digamos para mantenerse, pero es en todo caso el objetivo por el que están bregando numerosos grupos en Pakistán y cuenta con una gran popularidad entre los sectores de la población tocados por el jihadismo.

En su último artículo, publicado ayer por La Vanguardia, la propia Benazir Bhutto establecía claramente el dilema ya en relación a la campaña electoral: “Si no hacemos campaña, los terroristas habrán ganado y la democracia habrá retrocedido aún más. Si hacemos campaña, corremos el riesgo de la violencia. El dilema es tremendo”.