El dictador que leía 'El viejo y el mar'
El informe de los inspectores de la Casa Blanca traza un perfil fascinante del hombre y del tirano Sadam Husein
El informe elaborado por el equipo de inspectores enviado por la Casa Blanca a Irak subraya que Sadam Husein quería pero no podía fabricar armas de destrucción masiva, y que la capacidad nuclear de ese país había decrecido desde la guerra del Golfo, en 1991. Las conclusiones de la investigación presentada ayer en Washington deja contra las cuerdas al presidente, George W. Bush, que justificó la intervención del año pasado por la negativa del ex presidente iraquí a destruir un arsenal que nunca tuvo, pero además dibuja un perfil fascinante del hombre y del dictador Sadam Husein.
Sabido era que el ex presidente iraquí vivía obsesionado por su seguridad, hasta el punto de que no dormía dos noches en el mismo lugar. El informe dirigido por Charles Duelfer añade que en los últimos 14 años sólo empleó el teléfono en dos ocasiones, por miedo a que Estados Unidos le localizase y tratase de exterminarle. Y aún así, Sadam amaba el cine y la literatura estadounidense, hasta el punto de que uno de sus libros favoritos era El viejo y el mar, de Ernest Hemingway. Además, ahora se ha sabido que durante años trató de recuperar el favor de Washington, e incluso propuso en numerosas ocasiones, a través de intermediarios, la posibilidad de abrir un cauce de diálogo con la Casa Blanca.
Duelfer dibuja el perfil de un hombre con grandes aspiraciones y una forma de gobernar autocrática, e incluso detalla sus gustos y actitudes personales, según informa el diario estadounidense The Washington Post. La mayoría de la información al respecto proviene de las entrevistas que un miembro de su equipo mantuvo con Husein y con sus colaboradores en la cárcel en la que están presos a la espera de juicio.
Husein "está preocupado por el lugar que ocupará en la historia, por cómo la historia le juzgará", y sólo coopera con sus interrogadores cuando está en juego "la forma de su legado". Husein se ve a sí mismo como "el último de una saga de grandes líderes iraquíes, a la altura de Hammurabi, Nabucodonosor o Saladino". De hecho, cuando reconstruyó la ciudad de Babilonia, hizo inscribir en un los bloques de piedra la leyenda: "Construido en la era de Sadam Husein".
Pero, a la par que cuidaba su figura legendaria, al ex presidente le gustaba controlar hasta los más pequeños detalles del régimen; de hecho, sus ayudantes le temían, pues usaba la violencia para hacer cumplir sus órdenes, que expresaba siempre verbalmente y con firmeza. No permitía que nadie acumulara poder o popularidad, era hermético y compartía sus opiniones con un grupo muy reducido de colaboradores.
Husein contemplaba la historia como "una larga y gloriosa batalla". No admitía haber perdido la guerra del Golfo, y sobre todo le preocupaba la situación del mundo árabe. Precisamente ahí es donde entra en juego el asunto de las armas de destrucción masiva. Según Duelfer, el ex presidente iraquí quería sobre todo contrarrestar el poder de Irán, su gran enemigo, y, de paso, equilibrar la capacidad militar de Israel y ganar influencia entre los países árabes.
Pero si no tenía armas de destrucción masiva, y sabía que Estados Unidos le iba a atacar usando esta coartada, ¿por qué no lo dijo? ¿Por qué no reconoció que no tenía ese arsenal? Duelfer describe a Sadam frente a una "disyuntiva complicada". Por una parte, debía reconocerlo para cumplir el imperativo de Naciones Unidas, pero pensaba que sólo las armas de destrucción masiva —o que sus presuntos enemigos creyeran que las tenía— podía proteger su régimen, como en su opinión ocurrió en 1991, cuando la coalición internacional no pasó de liberar Kuwait a derrocarlo por, según creía, miedo a que usara ese arsenal.
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