La pregunta que nos acecha: ¿podría haber hecho más con mi vida?
Estar en el punto medio en la vida y no entre los triunfadores no tiene nada de malo, escribe en un ensayo la filóloga francoestadounidense Marina van Zuylen. ‘Ideas’ adelanta un extracto de su libro

No importa quiénes somos ni qué hemos conseguido: pocos escapamos a la sensación de que podríamos haber hecho más en nuestra vida. Sí, recordamos momentos en los que nuestros logros nos produjeron vértigo, en que nos sentíamos en la cima del mundo. Pero, por lo general, momentos así duran un suspiro, y nos abocan a un sinfín de dudas acerca del lugar que ocupamos, el legado que vamos a dejar, el impacto que producimos en el tejido de la existencia. Por desasosegantes que sean las noticias de la mañana —terremotos, guerras, asesinatos—, la mayor catástrofe que podemos temer no es otra que nuestra posible insignificancia personal. Preguntemos a un amigo cercano al que haya golpeado de lleno la crisis de los cincuenta qué fue lo que le llevó a dejar una relación suficientemente buena por la incertidumbre y el caos, y que prefiriese a la larga las mayores penurias al hastío y a las dudas sobre su propia persona. La búsqueda de una vida mejor, en pos de un reconocimiento que solo parece que es posible alcanzar en otra parte, ha alejado a mucha gente de la servil rutina, gente que no ha tardado en descubrir las dificultades que presenta sortear las asechanzas de la vida insuficiente. Pero por mucho que los individuos más inquietos traten de abandonar la monotonía cotidiana, siempre habrá momentos en los que, inevitablemente, se detendrán a reflexionar sobre aquello que los antiguos llamaban aurea mediocritas, ese áureo territorio intermedio que marcaba distancias respecto a los excesos y tachaba de ilusorio todo lo que no fuera animado por el espíritu de la proporción y la mesura.
Hubo, sin duda, un tiempo en el que la buena mediocridad se aparecía como un cumplido, un elogio brindado por individuos tales como Aristóteles, Horacio y Marcial. Ocupar ese territorio intermedio no era nunca una excusa para los que no habían logrado nada más, ni una justificación del status quo. La mediocridad, de hecho, puede ser áurea. Aurea mediocritas, la preciosa mediocridad, era el camino que tomaban quienes asumían la prudencia como norma existencial y se alejaban de los extremos, en especial cuando el éxito y el engreimiento suponían una amenaza para una vida equilibrada. Jorge Luis Borges no erraba el tiro cuando bromeaba acerca de “la más burda de las tentaciones del arte: la de ser un genio”. La hibris nos hace soñar con la grandeza, pero ese sueño es transitorio, por más que nos proteja —aunque temporalmente— de la amenaza de pasar desapercibidos, de que otros nos dejen atrás.
Así, pues, ¿cómo reconciliar esos placeres efímeros del éxito con los posibles aunque contraintuitivos beneficios de no ser el centro de todas las miradas? ¿Por qué tantos filósofos desde Aristóteles hasta Spinoza, y tantos escritores desde George Eliot hasta Emmanuel Bove, han sido fervientes defensores de quienes no se dejan ver?, ¿por qué esa insistencia en despojar de su estigma la mediocridad y convertirla en una vida suficiente? [Virginia] Woolf nos pide que “por un momento examinemos una vida corriente en un día corriente”. Lo que ella define como “corriente” es una amalgama de elementos “fantásticos, evanescentes, o engastados con la dureza del acero”. Para Woolf, lo cierto es que nada es corriente, todo es un instante del ser, por más que desde el exterior la mayoría de las existencias parezcan forjadas sobre todo por los más irrelevantes instantes del no-ser.
Lejos quedan ya, para mí, los días en que mi actitud fluctuaba en los extremos, en los que buscaba a todas horas los más dramáticos héroes y heroínas, desalentada e intimidada por la brillantez alarmante de los otros. Hoy solo tengo ojos para los escépticos de la reputación, para aquellos que abrazan alegremente las complejidades del territorio medio. No es tan sencillo reparar en el aurea mediocritas; solo brilla para quien se muestra atento y aspira a separar lo público de lo privado, lo infravalorado de lo que llama la atención.
Perseguir la mediocridad áurea no significa aceptar lo que resulta estático y reconfortante. Hay días en los que me pongo de parte de Dédalo cuando advertía a su hijo que no debía volar ni demasiado alto ni demasiado bajo; otras veces comprendo por qué Ícaro no podía alejarse del sol ni se resistía a estar cerca de las olas. Un mar encrespado resulta infinitamente más hipnótico y emocionante que la tierra firme, pero es terriblemente decepcionante imaginar la propia vida como una elección entre tales extremos.
La ambición y la renuncia dependen demasiado la una de la otra. Pertenecen a un continuo en el que los límites de ambos tienden a hacer desaparecer el espacio central. Lejos de mi intención querer asaltar la cima mientras cuento maravillas del terreno intermedio, pero eso no me impide querer recuperar el tiempo perdido y poner la mirada en ese centro invisible. ¿Existe alguna forma que permita prestar una atención distinta a la manera en la que ciertos personajes, reales o ficticios, ocupan el fondo de la escena? ¿Cómo hacen para eludir los primeros planos, sin por ello dejar de habitar un lugar relevante? Solo cuando examinamos todo esto desde una perspectiva clarificadora empezamos a reparar en la forma en que actúan estos individuos manifiestamente neutrales: lo hacen a la manera de un revelado químico, transformando en elementos visibles lo que no estaba sino en un estado latente, y qué mejor para desenredar esa tela bizantina que da lugar a una vida bien vivida.
¿Qué tiene de malo el punto medio? Del latín medial (medio) y ocris (montaña), el término “mediocridad” significa etimológicamente “encontrarse varado en un espacio intermedio”, un recoveco indistinguible en medio de una escarpada montaña. Si te ves atrapado en ese indeseable agujero te vuelves invisible, carente de todo rasgo propio. Eres como la criada de Máscaras mexicanas, de Octavio Paz. El narrador recuerda que “una tarde, como oyera un leve ruido en el cuarto vecino al mío”, levanta la voz y pregunta: “¿Quién anda por ahí?”. Y la voz de una criada recién llegada de su pueblo contestó: “No es nadie, señor, soy yo”. El mundo está repleto de esas figuras “desaparecidas” tanto como de quienes tienen la capacidad de “hacer desaparecer” a otros. ¿Quién no se ha sentido invisible alguna vez? Esa es una de las razones por las que siento un inmenso agradecimiento hacia los poetas, los novelistas o los dramaturgos que celebran un tipo distinto de presencia, aunque sea una presencia en clave menor.
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