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Columna
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A veces calca la muerte a la vida

Emiliano Monge

Al leer el más reciente libro de Bove, tuve

el recuerdo de esta sensación: el sentimiento físico

de los dedos expuestos a los cálculos del guantero

Rilke

De la muerte poco más puede decirse: se trata de una consecuencia. Y como sucede con cualquier consecuencia, lo que importa es qué la prefigura: porque no todo lo que habita nuestra vida encuentra lugar en nuestra muerte; la nulidad de tiempo no consiente sino la existencia de un evento. La muerte no responde a todo lo que habita una existencia sino a una de sus partes. Es la consecuencia de un evento, quizá sólo de un gesto: un símbolo siempre involuntario que de tan exacto parecería deliberado, tan sencillo que no sabemos que una y otra vez lo repetimos, tan acentuado que somos incapaces de ver lo que éste esconde: el posar de la muerte su papel carbón sobre nosotros. La consecuencia de la vida es una calca en blanco y negro, la fotocopia de aquello que cruzó las horas de un hombre marcándolas de modo terminante: un dolor ahuecado o una rabia incontrolable o una alegría desbordante o un deseo incontenible o un arrepentimiento infranqueable o un odio enfermizo o un amor calcinante o una culpa inexpugnable. O una modestia irrefrenable, enfermiza y calcinante. Como la de Emmanuel Bove, que ocupa un lugar modesto en el universo de las letras cuando debería estar en lo más alto, entre otras cosas, por haber sido el primero en despojar al texto de explicaciones, alumbrando el carácter de los personajes con la sola descripción de la catástrofe cotidiana: "Una nube ocultó el sol. La calle templada se volvió gris. Las moscas dejaron de brillar. Me sentí triste. Acababa de salir hacia lo desconocido para ser un vagabundo feliz. Y ahora, por culpa de una nube, se había echado todo a perder". Pero modestia se calca con modestia. Y el símbolo que, convertido en un relámpago, alumbró las horas del autor de Mis amigos, Armand y La coalition, por mencionar algunas de sus obras, es también el signo de su muerte. El creador de "la atmósfera de perro mojado" -como denominó Siebelink al fenómeno literario Bove-, el artista admirado por Beckett, Handke, Wenders, Colette y Rilke -cuando los últimos dos quisieron conocerlo, Bove tuvo miedo de decepcionarlos y huyó de más de un encuentro-, el escritor que, a pedido expreso de uno de sus editores, en lugar de enviar su nota autobiográfica contestó: "Lo que usted me pide es superior a mis fuerzas por múltiples motivos, el más importante de los cuales es una timidez que me impide hablar de mí mismo. Todo lo que pudiera decir parecería falso. Sólo mi fecha de nacimiento sería verdadera", en suma, uno de los artistas más geniales, no sólo ocupa un lugar menor en el universo de las letras sino también en el de la sepultura: yace enterrado en la capilla de la familia de su segunda esposa, cuyos miembros nunca lo aceptaron ni lo vieron con buenos ojos. Por supuesto, su nombre no aparece en la fachada principal de la capilla, donde brillan los de sus acompañantes, sino en uno de los muros laterales, relegado además a una esquina. Hay que subir en la tumba contigua para ver la pequeñísima placa que, junto a la fecha de su muerte, dice:

Emmanuel BOVE écrivain

1898-1945

Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) acaba de publicar la novela Morirse de memoria (Sexto Piso. Madrid, 2010. 176 páginas. 17 euros).

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