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Marina Garcés, filósofa: “Para gozar de la amistad hay que perder el miedo a la soledad”

La ensayista catalana Marina Garcés es un referente nacional en el pensamiento de lo común. Publica ‘La pasión de los extraños’, libro en el que aborda la amistad, que define como la aventura de dejar llegar al otro y en el que reivindica poder ser “próximos de gente extraña” en un mundo que se llena de muros

Marina Garcés, filósofa
Marina Garcés, fotografiada en el centro cívico Vil·la Urània, en Barcelona.massimiliano minocri

La filósofa Marina Garcés (Barcelona, 51 años) no se atrevía a volver a E.T., el extraterrestre. Aquella película escrita y dirigida por Steven Spielberg sobre la amistad entre un niño y un ser alienígena la había visto una única vez, a los nueve años, cuando acudió a un cine del centro de Barcelona que ahora ocupa una gran tienda de una cadena de ropa. Todavía recuerda cómo le dolían los ojos de tanto llorar aquella tarde. La huella de aquella película fue tan honda que ni se atrevió a ponérsela a sus hijos para revisarla. Solo en el carácter impersonal de un avión rumbo a México, en septiembre de 2023, decidió volver a verla. El nuevo visionado le abrió los ojos. Ya no sufrió por dos amigos que no podían estar juntos. Entendió que aquella película, de lo que iba realmente, era de que “solo se puede amar incondicionalmente a quien no será, nunca, nada tuyo”.

Referente nacional en el pensamiento de lo común gracias a títulos como Nueva ilustración radical (Premio Ciutat de Barcelona de Ensayo 2018), Ciudad Princesa (2018), Escuela de aprendices (2020) o Malas compañías (2022), la profesora del máster de Filosofía para los Retos Contemporáneos de la UOC narra su epifanía con E.T. sobrevolando el Atlántico en su último ensayo, La pasión de los extraños, que se publica el próximo 26 de febrero y editado por Galaxia Gutenberg. En este texto “detectivesco” que se inicia con la frase “me inquieta escuchar historias plácidas de la amistad”, más que enmendar a la tradición de títulos clásicos sobre este vínculo, Garcés se plantea “hacer una contralectura” para aportar una visión crítica y politizada a ese supuesto carácter inmutable que defiende lo virtuoso y bondadoso de la amistad. “Cualquier otro tema grande de la filosofía, como el amor, la verdad o la justicia, ha generado batallas ideológicas o políticas. La amistad, no; ¿por qué?”, se pregunta frente a un café solo y un agua con gas en un bar de un centro cívico de Barcelona, donde nos ha citado una lluviosa mañana de invierno porque “este libro no pide conversaciones en despachos cerrados”.

Pregunta. A diferencia del matrimonio o de la familia, escribe que la amistad es un “vínculo sin ley”. ¿Por qué no hay contratos para ser amigos?

Respuesta. Es curioso que un referente tan estable como el concepto de amistad no haya generado instituciones propias. No hemos inventado ninguna forma que la regule, institucionalice y legisle. ¿Por qué no firmamos papeles para hacernos amigos? De esta pregunta parto para buscar no lo que tienen de obvio, sino lo que tienen de extraño las relaciones de amistad. Los amigos no vienen de nuestro núcleo familiar, íntimo o doméstico. El amigo o la amiga siempre es aquella presencia a la que nos vincularemos a través de la vida y vendrá de fuera. El vínculo no viene construido, hay que inventarlo.

P. Reivindica pensarnos como “próximos de gente extraña” en un mundo en el que el algoritmo refuerza relacionarnos con aquellos que piensan como nosotros.

R. Los miedos contemporáneos impulsan un repliegue a mundos interiores, ya sean domésticos o basados en identidades muy claras, de gente que es como nosotros, que piensa como nosotros, que se mueve como nosotros. Eso deja mucho más intransitable esta idea de dejar llegar al extraño, descubrir lo extraño de nosotros mismos. Lo que, para mí, es la aventura de la amistad.

P. ¿Estamos creando guetos de amistad?

R. Ya no creamos comunidades de amigos, sino burbujas de iguales. Me pregunto en qué medida confundimos la necesidad de seguridad con el deseo de amistad. Los amigos nos pueden dar apoyo o acompañamiento porque son prácticas que vemos desintegrarse en otros ámbitos de lo social, lo laboral o lo familiar. Pero cuando la amistad es vista como una terapia, esta idea de “mis amigas son mi salvavidas”, se apuesta por una reducción de la aventura de la amistad en sí misma. La finalidad de la amistad no es anestesiarnos de nuestros miedos, sino poder perderlos juntos.

Marina Garcés, fotografiada en Barcelona.
Marina Garcés, fotografiada en Barcelona. massimiliano minocri

P. “Nunca hables con extraños”, esa frase que tanto nos repiten desde niños, dice que es una de las consignas de socialización más inconsciente y a la vez más efectiva. En EE UU ahora no solo se fomenta esa desconfianza, sino que se recompensa económicamente denunciar al vecino. ¿Cómo percibe esta normalización del miedo al otro?

R. No solo allí, me inquieta cómo en España y en la UE se ha perdido el miedo a usar la palabra “deportación” en el debate político. Como defiende [el historiador] Achille Mbembe, estamos acelerando el hecho de vivir en sociedades de la enemistad y no de la amistad. La reflexión de la amistad que planteo es política, no un ejercicio retórico en un aula de filosofía en un contexto abstracto. Lo hago en un momento en el que el binomio amigo-enemigo está imponiéndose. Asistimos a la articulación de sociedades basadas en el enemigo interior como peligro y en el enemigo exterior como amenaza. Desde esta doble relación, ¿qué relaciones de amistad son posibles? Es lógico que, como réplica, sean relaciones de amistad defensivas. La pregunta es si las relaciones de amistad solo pueden ser defensivas o son otra cosa.

P. En el bucle de vidas-trabajo, ¿es un privilegio tener tiempo para los amigos?

R. El problema del tiempo en la amistad es que no se debe medir por su cantidad, sino por su sentido. Mucha gente cree que la amistad, si no es para toda la vida, no es amistad. O que se le debe dedicar muchas horas. Pero ¿quién ha estado en tu vida y de qué manera? Además, ¿quién puede disponer de más cantidad de tiempo para sus amigos? Hay formas de privilegio que muestran, simplemente, quién tiene más tiempo y más dinero, no quién tiene más amigos ni qué tipo de amistades sostiene. Sabemos, además, que mucho de ese tiempo es banal, repetitivo, absurdo. Muchas veces, por dentro, nos estamos aburriendo y agotando, pero ese tiempo está hecho para hacer que no se note, para que no sintamos y no moleste nuestra soledad. También se habla con desprecio, muy clasista, sobre las amistades que se puedan sostener con un “hola, ¿cómo estás?”, por mensaje de WhatsApp. “Esto no es amistad, es una versión de poca calidad”, dicen. ¿Y por qué? ¿Quién establece todo este régimen de jerarquías sobre cuáles son las verdaderas amistades y las que no, las que pueden gozar de amistad con todas las letras y las que solo son versiones low cost?

P. Muchas personas ahora buscan consejo en la IA, preguntan cosas que no se atreven a compartir con sus amigos.

R. La amistad no es un espacio libre de juicio. Los amigos juzgan y esperan que seamos de determinada forma. En un mundo que se desdibuja es idónea una voz que parezca más confiable, a veces, que la de los propios humanos. Alguien que responde siempre, que siempre está ahí, que siempre es amable, que siempre rectifica y que está dispuesto a pensar con nosotros. Es muy interesante este nuevo paradigma. Me contaba una persona que trabaja en un juzgado de violencia de género que se había dado el caso, por primera vez, que tuvieran que juzgar una violación, casi infantil, en el que la muchacha había compartido su agresión antes con la IA que con su entorno de confianza. No lo dijo ni a familia ni a amigas. Esa conversación, ¿en qué medida no es válida como testimonio? ¿Hasta dónde es confiable esa conversación?

P. Afirma que “la amistad patriarcal es adultocéntrica y clasista”. ¿Por qué?

R. Desde Aristóteles, en la tradición clásica, la amistad se define por la reciprocidad de los hombres libres. Son amigos aquellos que no dependen los unos de los otros. A la amistad acceden los adultos autosuficientes, tanto en términos materiales como sociales. Las relaciones de dependencia están delegadas en mujeres o esclavos. La infancia y la vejez son zonas de no interés y todas las dependencias, reproductivas o materiales, quedan fuera para el ejercicio pleno de su autonomía. Es un paradigma violento, además de excluyente.

P. En su libro defiende la idea de vulnerabilidad. The Washington Post ha informado de que Trump ha ordenado no financiar investigaciones científicas con la palabra “trauma”, “discurso de odio”, “víctima” o “dominio masculino”. ¿Qué opina de esta medida?

R. Estas operaciones de borrado, paralelas y coincidentes con el reforzamiento de muros y de expulsión, son lo mismo en lo físico y en lo simbólico. No solo niegan lo otro, al extraño, aquello que no cabe en sus conceptos, sino que es una operación de reapropiación de la riqueza colectiva, de los imaginarios, de las estructuras políticas y empresariales de una etapa histórica que tuvo relativa aunque desigual redistribución de las posibilidades de vida. Todo aquello se vuelve a poner en manos de, ya no de unos cuantos, sino de muy pocos. Veo un escenario no solo de guerra, sino de lucha social en el lenguaje, el conocimiento, la ciencia, las condiciones materiales o los desplazamientos territoriales.

P. Sobre la lucha del lenguaje, es curioso el uso de las palabras en este escenario político. Trump, al proponer una limpieza étnica en Gaza, lo etiquetó como la futura “Riviera de Oriente Próximo”. ¿Por qué no llamamos a las cosas por su nombre?

R. La lucha social también es una lucha por las palabras y esta gran operación fascista de ámbito mundial que lleva años en marcha ha tenido muy clara la importancia del lenguaje. Mientras desde la crítica a las izquierdas había cierto complejo por haberlo convertido todo en palabras, la derecha y la extrema derecha han tenido muy claro que con las palabras se libran las batallas más importantes. En la izquierda se vio la guerra cultural como una cosa de memes, pero no es ninguna tontería. La realidad se construye y se destruye con las palabras. La extrema derecha no ha tenido problemas en recuperar y resignificarlas. En España, por ejemplo, lo hemos visto con la palabra libertad. La batalla por el lenguaje no es un asunto académico, ni del entorno de la cultura, ni de cuatro periodistas. Nos jugamos todo en ella.

P. En Ciudad Princesa escribió sobre sus vivencias políticas en Barcelona hasta el procés. ¿Ve en las protestas por el alquiler el nuevo escenario de resistencia política?

R. El movimiento de okupación de la Barcelona olímpica de 1992 ya era un movimiento contra la idea de una ciudad que se puso en el mercado de la especulación no solo inmobiliaria, sino como ciudad con la que especular en todos sus aspectos, como el turístico o el cultural. A Barcelona la siento herida, traumada. Ha sufrido mucha violencia y, en consecuencia, las relaciones en la ciudad son violentas. Hay una condición de desgarro por la ruptura con esa idea de Barcelona como tejido urbano, social y cultural. No sé si es buena esa idea de dolerse, porque fácilmente se tiende al lamento y a la proyección de cierta nostalgia por una ciudad que se idealiza y que, en realidad, nunca existió.

P. ¿Qué hacer con esa herida?

R. Combinar la rabia digna con la imaginación, que no es el proyecto económico del Ayuntamiento de turno. Debemos aprender a relacionarnos con lo que no sabemos cómo será.

P. “Nos queremos solos”, escribe en la dedicatoria del libro. ¿Reivindica una soledad escogida?

R. Para poder gozar de la amistad hay que perder el miedo a la soledad. Muchas de estas amistades que se nos están proponiendo de tipo terapéutico, de tipo identitario, no se construyen desde no tener miedo a la soledad, sino desde el contrario: el miedo atroz al aislamiento social y a la soledad no deseada. Todo ese miedo es el que crea esta necesidad casi adictiva de la vida social y escenificada, aunque sea solo en las redes, en las que siempre hay otros. Yo hago una reivindicación de la soledad, no como aislamiento, sino como esa condición que nos hace aprender que uno no basta, que uno no se basta.

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