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Piensa en el chucho: en busca de una ética perruna

Hay más de nueve millones de perros en España. En 2023 había casi un 40% más que en 2019. ¿A qué dilemas morales se enfrentan los dueños de mascotas? Algunos pensadores piden que los animales puedan desarrollar sus capacidades como seres vivos mientras otros proponen la abolición de la domesticación

Perros
Un hombre con sus dos perros, en Nueva York, Estados Unidos, en el año 2000.Elliott Erwitt (Magnum Photos / Contacto)
Mar Padilla

Igual tuvo una tarde particularmente intensa, no lo sabemos. El caso es que Arthur Schopenhauer dijo en una ocasión que si no existieran los perros él no querría vivir. Muchos años más tarde, esta reflexión del filósofo alemán es compartida por millones de personas. Porque algo está pasando: en este siglo XXI, y sobre todo desde la pandemia del coronavirus, se vive una auténtica pasión perruna. En 2023 en España había 9,3 millones de perros, casi un 40% más que cuatro años antes. Y el número de gatos en 2021 (5,8 millones) creció un 62% respecto a dos años previos.

En casas, calles y plazas, en medios de transporte y negocios, la presencia y el estatus social de los perros ha variado radicalmente en pocos años. Si no hace tanto eran animales de trabajo, dormían en la puerta y se le daban sobras para comer, ahora en muchos hogares son considerados miembros de pleno derecho —familia interespecie, empiezan a llamarlas —, son alimentados como marqueses, duermen en la cama de su dueña o dueño, y alguno hasta disfruta de los placeres de un spa.

Es un cambio importante —en toda la UE, en 2022, había 73 millones de perros registrados, el triple que ocho años antes—, que genera dudas y debates. “Hay un cierto desconcierto social porque es algo tan nuevo y emergente que los planteamientos o protocolos están aún en proceso”, revela al teléfono Ignasi Solana, secretario general de la Asociación Española del Comercio y la Industria del Sector del Animal de Compañía.

Lo cierto es que su participación en la vida humana es cada vez más plena. Antes estaban presentes en los paseos, pero ahora se suman también a vacaciones, fiestas y celebraciones. De un tiempo a esta parte su presencia empieza a estar normalizada en el metro, en hoteles, terrazas o restaurantes. A veces, incluso, son enterrados en la tumba de los que los quisieron.

Para Susana Monsó, autora de La zarigüeya de Schrödinger. Cómo viven y entienden la muerte los animales (Plaza y Valdés), ya es hora de que, de alguna manera, los perros formen parte de la ciudadanía. “Somos sus cuidadores”, dice por videoconferencia esta doctora en Filosofía por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). “A lo largo de la historia los hemos ido modificando para hacerlos más sumisos, más confiados. Y eso establece un deber de estar a la altura, de no traicionar esa confianza. Nos obligan a ser nuestra mejor versión”.

Craig Banks Merow, autor de The Ethics of Canine Care: Relationships Generate Responsabilities (la ética del cuidado canino: las relaciones generan responsabilidades, sin traducción en español), escribe: “Necesitamos aceptar las responsabilidades de cuidado que conlleva la creación de una clase de miembros de la familia y la comunidad vulnerables y dependientes”. Banks Merow propone una nueva categoría de propiedad, la propiedad de custodia, “para incluir a los seres vivos que tienen la característica moralmente significativa de ser creados y poseídos para formar fuertes lazos emocionales con sus dueños”.

Con tantos perros, hace un tiempo que se está poniendo en marcha algo parecido a un nuevo contrato social canino: en España, desde enero de 2022, una reforma legal reconoce a los perros (también a los gatos y a otras mascotas) como miembros oficiales de la familia, y la Ley de Bienestar Animal, aprobada a finales de septiembre del año pasado, regulariza la cría, la formación de sus propietarios, la obligatoriedad de un seguro de responsabilidad civil, y el refuerzo de procedimientos de rescate de animales en situaciones de riesgo.

Una mujer juega con un perro en la orilla del Sena, en París en 1958.
Una mujer juega con un perro en la orilla del Sena, en París en 1958.Elliott Erwitt (Magnum Photos / Contacto)

También se está viviendo una transformación en las relaciones humano-perrunas. Por ejemplo, en 2023, un juzgado de Ponferrada admitió que una persona que iba a asistir a un juicio como víctima de la violencia de su vecino fuera acompañada por su perro Oreo para darle soporte emocional; en primavera de 2024, un tribunal de Pamplona condenó a seis meses de prisión a un hombre que mató a patadas a un cachorro border collie; y el pasado septiembre un juez en Madrid obligó a indemnizar a una mujer porque su expareja le impidió todo contacto con el husky siberiano que habían criado juntos tiempo atrás.

“La sociedad está cambiando. Las familias están cambiando. Y a veces sucede que están formadas por más de una especie. El problema es que vivimos demasiado centrados en la singular humana, en el especismo y el antropocentrismo”, explica por vídeo Ignacio Sánchez Moreno, investigador de Filosofía de la Ciencia en la UNED, especializado en la comunicación canina.

Un deber moral

Como ocurre con otros cambios drásticos, no hay acuerdo salomónico respecto a hasta dónde llega la responsabilidad del humano respecto al perro. Hay personas que, como la filósofa Martha Nussbaum, sostienen que los gobiernos deben garantizar que los animales que viven bajo su jurisdicción puedan realizar sus capacidades como seres vivos. Otros, como Gary Francione, especialista en los derechos de los animales, proponen la abolición de la domesticación. Y estudiosos como Sue Donaldson y Will Kymlicka defienden que algunos animales no humanos deberían convertirse en ciudadanos. El perro, claro está, asiste mudo a estos debates. Nos mira y no opina. Ante esa mirada perruna surgen un montón de preguntas. ¿Estamos realmente preparados para cuidar de otra especie en un apartamento? ¿Estamos cubriendo todas sus necesidades, o quizás exageramos los cuidados? Y, bueno, ¿hasta qué punto es de nuestra absoluta propiedad?

“Legalmente, los animales son nuestros. Los compramos, los registramos como nuestras mascotas, y pagamos su atención sanitaria rutinaria y de emergencia cuando es necesario. En este sentido, los animales de compañía son similares a una propiedad. Pero eso no significa que podamos tratarlos como una propiedad ordinaria”, subraya por correo electrónico la doctora Anne Quain, veterinaria australiana especialista en ciencia, ética y derecho del bienestar animal.

Cada uno hace lo que puede, pero en general, en el trato y la convivencia con perros hay un deber moral: “A nivel muy básico, tenemos que asegurarnos de que tienen una buena vida. Una vida sin dolor innecesario, con oportunidades para socializar, para explorar sus sentidos”, explica Monsó, que es profesora en el Departamento de Lógica, Historia y Filosofía de la Ciencia de la UNED.

Hay otros debates abiertos al respecto: del eterno la-ciudad-no-es-para-ellos a la duda de hasta dónde alargar su vida si están enfermos, pasando por el cuestionamiento general sobre si ser propietario de una mascota es éticamente aceptable. “Tú decides cuándo come, cuándo sale, cuánto va a vivir”, plantea Monsó. “El perro no tiene ese poder sobre ti en absoluto. Y eso se puede ver como una relación de opresión. Pero las relaciones de dependencia también suceden entre humanos, especialmente en la primera y última fase de la vida”.

A algunos les gusta más, y a otros menos, pero brilla una verdad como un templo: las mascotas están en la categoría de “pacientes morales”. Son seres vivos que importan, objeto de nuestra consideración y nuestras acciones. Y necesitan que tomemos buenas decisiones por ellos.

“Esto es especialmente importante porque los sacamos de su entorno natural y los traemos a nuestros hogares, entornos diseñados específicamente para atender las necesidades de nuestra especie”, advierte la veterinaria Quain. “Exigimos a los animales que vivan en estos espacios y se adapten a nuestro estilo de vida”.

A veces olvidamos lo complejo que puede resultar eso. Por ejemplo, hay animales que son nocturnos, pero esperamos que se adapten a nuestros horarios. Y los que viven en casas y pisos dependen de nosotros para salir al exterior a hacer ejercicio y sus necesidades.

“Como veterinaria, a veces mi cliente (un humano) me dice que mi paciente (un animal) orinó fuera de la zona de aseo designada ‘para fastidiarle’ cuando llegó tarde del trabajo”, detalla Quain. “No es infrecuente que los humanos atribuyamos intenciones hostiles a los animales que muestran comportamientos que nos parecen problemáticos, cuando estos pueden ser manifestaciones de la frustración de un animal si no se satisfacen sus necesidades.

Charles Darwin ya determinó que las emociones morales son estrategias de la evolución para cohesionar grupos de seres vivos y, si los animales pueden actuar a partir de emociones morales, se puede decir que tienen moral. Lo mismo defienden Marc Bekoff y Jessica Pierce en Justicia salvaje. La vida moral de los animales (Turner, 2010), donde explican que los humanos compartimos la moralidad con otros mamíferos sociales, capaces de tener comportamientos relacionados con la justicia, empatía, confianza o compasión. Y en Pets and People: The Ethics of Our Relationships with Companion Animals (mascotas y personas: la ética de nuestras relaciones con los animales de compañía, Oxford University Press, 2017; sin edición en español), la filósofa canadiense Christine Overall demuestra que los perros viven según un código de lealtad y compañerismo que da prioridad absoluta a su vínculo con sus compañeros humanos.

De tú a tú

Pero un momento: ¿compañeros? Aunque sabemos que venimos de un renacuajo y que nuestra madre más moderna fue una mona, aún cuesta mirar a los animales de tú a tú. Al ser humano, enamorado hasta las patas de su capacidad de lenguaje y su (supuestamente) exuberante inteligencia, no le es fácil apearse del dictado del viejo Génesis: “Dominad a los peces del mar, los pájaros del cielo y todo animal que se mueve sobre las tierras”.

“En nuestra prisa por destacar que los animales no son personas, nos hemos olvidado de que las personas también son animales”, escribió en 2016, en estas mismas páginas, Frans de Waal, investigador holandés especializado en la psicología y el comportamiento animal.

Waal acuñó el término antroponegación, referido al rechazo a priori de rasgos humanos en otros animales o de rasgos animales en nosotros. Porque ese tuteo animal aún resulta perturbador para algunos. El sabio George Steiner dijo que se tenía por un cobarde incapaz de defender a su mujer y a sus hijos, pero confesó que si alguien atacaba a su perro sabía que él respondería con violencia a ese ataque. “Estas no son verdades gentiles”, escribió. “Desafían la razón y lo que deberían ser las jerarquías del amor humano. Plantean dudas sobre las inestabilidades primordiales, sobre las supervivencias de afinidades zoológicas y el crepúsculo que subvierte nuestra frágil humanidad”.

Las dudas que presenta Steiner deberán algún día transformarse en conocimiento. “Estudiar a los animales nos puede revelar dimensiones del mundo que nos son ignotas”, reflexiona la doctora en Filosofía Monsó. “Pensamos que nuestra percepción del mundo es privilegiada, cuando realmente captamos una pequeñísima proporción de lo que son nuestros entornos. Hay colores que no vemos, olores que no percibimos, tampoco las ondas electromagnéticas. Los perros, por ejemplo, tienen un olfato tal que parece que pueden ser capaces de detectar incluso ciertas enfermedades”.

El investigador Sánchez Moreno dice que aún hay mucho por descubrir: “Nos sentimos fascinados por los aliens, y muchas veces nos cuesta mirar con profundidad a lo que tenemos alrededor”, reflexiona.

Hay que aprender más de los perros. Nos dan, prácticamente regalado, uno de los bienes más preciados por los humanos desde el principio de los tiempos hasta este mismo invierno de este nuevo año: una encantadora y cálida compañía.

Una vieja amistad

De lobo a perro
Todos percibimos que los perros interpretan los gestos, las acciones y las emociones humanas, entablando una relación de comprensión. Un misterio fundamental porque ¿cómo es posible que interactúen tan estrechamente con los humanos, cuando son miembros de una especie distinta, con una anatomía, una fisiología y una modalidad sensorial y cognitiva diferentes? 
“Es una cuestión de historia coevolutiva. Fueron los primeros animales domesticados por el ser humano, un proceso que se inició hace entre 15.000 y 30.000 años, muy probablemente cuando los lobos grises empezaron a carroñear cerca de los asentamientos humanos”, explica David Ian Howe, antropólogo de la Universidad de Wyoming especializado en la historia de los perros.
El perro proviene del lobo gris y comparte con él el 99% de su ADN. Pero siendo una especie tan distinta, comparte semejanzas con el Homo sapiens: “También son depredadores, sociables, van en grupo, son inteligentes y organizados. Y son más o menos monógamos, en el sentido de que macho y hembra se reproducen y se esfuerzan mano a mano en cuidar a su manada”, detalla Howe. 
A todos esos rasgos parecidos, Howe añade otro dato clave: comparten una dieta parecida a la nuestra. Por ello se cree que en algún momento de la evolución pasaron de ser rivales a ser aliados, cuando algunos lobos —más listos que el hambre— optaron por separarse de la manada para irse con los humanos. Así se inició una relación en la que el cánido conseguía comida y cuidados y, a cambio, el grupo humano recibía protección, fuerza de trabajo —­para cazar, para pastorear— y calor en las noches frías.  
Es probable que humanos y lobos empezaran a interactuar de forma más estrecha en Siberia, un medio natural tan duro que de alguna manera los forzó a convivir y a estar juntos. Así, es posible que los lobos más agresivos fueran eliminados por los humanos, quedándose con los más mansos, según Howe. A la vez, los lobos se dieron cuenta de que no tenían que esforzarse tanto por conseguir alimento si se juntaban con personas que se lo proporcionaban. Son esos cánidos que después se transformaron en perros pegados al humano, los que describía el novelista Jack London en sus aventuras por Alaska: los presentaba como medio lobos “salvajes, agresivos, saboreando la carne que él comía, bebiendo del agua que él bebía, oliendo el aire con él”.

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Sobre la firma

Mar Padilla
Periodista. Del barrio montañoso del Guinardó, de Barcelona. Estudios de Historia y Antropología. Muchos años trabajando en Médicos Sin Fronteras. Antes tuvo dos bandas de punk-rock y también fue dj. Autora del libro de no ficción 'Asalto al Banco Central’ (Libros del KO, 2023).
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