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PUNTO DE OBSERVACIÓN
Columna
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Nunca el periodismo ha estado más silencioso ni más inutilizado

Las fuerzas israelíes se sienten probablemente muy protegidas al no circular relatos de sus actividades

Soledad Gallego
Nicolás Aznárez
Soledad Gallego-Díaz

La primera función del periodismo es dar testimonio, contar lo que ve y explicar en qué circunstancias se produce lo que ve. La mayor barbarie se da cuando nadie da testimonio de ella. Lo sabían los nazis en los campos de concentración de Centroeuropa, lo sabían los estalinistas en los gulags de Siberia. El bloqueo informativo es la condición de las mayores atrocidades. Y eso es exactamente lo que el Gobierno israelí está haciendo en Gaza, imponer un bloqueo informativo sin precedentes. El Gobierno de Netanyahu prohibió desde el primer momento y sigue prohibiendo, un año y dos meses tras la invasión de Gaza, el acceso de periodistas profesionales internacionales. A ese bloqueo se ha unido el asesinato selectivo y continuado de periodistas palestinos que han intentado informar desde dentro y que están siendo “cazados” uno a uno, muchas veces con sus familias, con acusaciones perfectamente indemostrables.

Nunca un gobierno de un país democrático ha cerrado de una manera tan completa un territorio. Nunca el periodismo internacional ha quedado tan silencioso e inutilizado. Las fuerzas israelíes se sienten probablemente muy protegidas al evitar que circulen imágenes o relatos sobre sus actividades. Pero al mismo tiempo la decisión de su Gobierno les ha hecho perder completamente la credibilidad. Imposible dar verosimilitud a nada de lo que cuentan. Imposible creer nada de lo que dicen ni dar la menor fiabilidad a las acusaciones que formulan contra aquellos que matan.

¿Los cinco periodistas palestinos muertos esta semana en las cercanías de un hospital de Gaza tenían algo que ver con la rama militar de Hamás o eran simplemente reporteros y han sido asesinados exactamente por su condición de tales? Da igual que el medio para el que trabajaban estuviera financiado o no por Hamás. No hay ninguna prueba de que ellos tuvieran ninguna otra actividad que no fuera la de simples periodistas, solo disponemos de la nota del Gobierno israelí, es decir, de una fuente contaminada e increíble. Son, pues, crímenes de guerra que deben ser investigados y sus autores, castigados. Quizás pasen años, pero los nombres de los militares responsables de los asesinatos de los periodistas palestinos, más de 143 desde octubre de 2023, deberían quedar guardados; las organizaciones profesionales del mundo democrático no deberían renunciar nunca a su castigo.

Según pasan los meses y las fuerzas militares israelíes siguen bombardeando Gaza, tanto al norte, como en zonas consideradas de protección humanitaria, con su enorme lista de víctimas civiles, resulta más difícil contradecir a quienes llevan tiempo denunciando que el Gobierno de Netanyahu se ha embarcado en una auténtica operación de limpieza étnica. Impedir la entrada de suficientes alimentos y de suministros médicos, dinamitar conducciones de agua, bombardear campamentos civiles con el pretexto de perseguir a uno o dos militantes de Hamás, sólo tiene explicación si lo que se pretende es crear un clima de terror que lleve a los gazatíes a aceptar cualquier solución que acabe con su espantoso sufrimiento. La operación desencadenada por el Gobierno de Israel tras el brutal ataque de Hamás del pasado 7 de octubre de 2023 y el secuestro de más de 200 ciudadanos israelíes, nunca ha sido una guerra (el enemigo no ha tenido nunca ni aviación, ni tanques ni artillería pesada) sino una acción de castigo que, en cuanto tal, cumplió sus posibles objetivos hace muchos meses. Continuar con una acción armada de tal intensidad en un espacio ya arrasado tiene más explicación como parte fundamental de un proyecto de limpieza étnica en toda regla.

Ese proyecto exigiría también la desaparición de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina (UNRWA), creada en 1949, y sometida ahora a un ataque furibundo por parte del Gobierno de Netanyahu. La UNRWA no solo es clave para el mantenimiento de los palestinos, es el símbolo del compromiso de la comunidad internacional con este pueblo y su desaparición supondría una carga de profundidad contra el propio sistema de la ONU. Cerrar la UNRWA sería un paso a favor de la barbarie y una muestra de la fragilidad del sistema internacional. Un paso, no a favor del pueblo de Israel, sino de unos dirigentes que están dispuestos a devorar la ONU y a implicar a EE UU y a media Europa en su loca cabalgada para imponer su visión de un Israel expandido por, lo que para ellos es, una zona vital de influencia.

Empieza un nuevo año. Nada tiene por qué suceder así. La barbarie, la destrucción de un sistema internacional que con todas sus imperfecciones merece ser defendido, puede ser elegida o puede ser combatida.



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