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ENSAYOS / Lo aprendí en un viaje
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La fiera: relato de un recuerdo no resuelto e irritante de mi viaje en tren a Moscú

La entrada de un veterano de la primera guerra de Afganistán en la litera superior del compartimento del escritor Marcos Giralt Torrente convirtió su viaje de Madrid a la capital rusa en una odisea

Ensayo de Marcos Giralt Torrente
Bea Crespo

Si bien no volví a ver a quienes lo vivieron conmigo y no recuerdo sus nombres, durante cinco días con sus noches fuimos parte de la misma familia. El escenario: un vagón de tren soviético que cubría la ruta Madrid-Moscú enganchado a la cola de sucesivos trenes europeos: Madrid-Hendaya, en un tren español; Hendaya-Ginebra, en un tren francés; Ginebra-Berlín, en un tren suizo; Berlín-Varsovia, en uno alemán; Varsovia-Brest, en uno polaco, y Brest-Moscú, en uno soviético. La época: finales de agosto de 1990, apenas un año y medio antes de que desapareciera el país adonde nos dirigíamos. Mis acompañantes: un grupo variopinto de ciudadanos soviéticos, hijos, nietos y sobrinos de niños de la guerra españoles, de los que en nuestra Guerra Civil las autoridades republicanas refugiaron de las bombas en la Unión Soviética. Yo tenía 22 años, viajaba solo y me había embarcado por afán de aventura, aprovechando que un primo de mi madre, estudiante de Filología Eslava en la Universidad de Kiev, había obtenido el permiso necesario para entrar en la Unión Soviética sin el engorro de integrarme en un grupo turístico. Una litera de tres camas por compartimento y sin cafetería, a eso se reducía mi información acerca de las condiciones del viaje cuando llegué a la estación de Chamartín con el equipaje y una bolsa de víveres.

Cualquier vagón, cualquier espacio cerrado donde conviven personas, contiene un universo que es a la vez infinito y limitado. En este caso, la sensación de habitar una burbuja se veía incrementada por un detalle significativo: teníamos vedado el acceso al tren de turno, ya que la puerta de paso permanecía cerrada. En cambio, se nos permitía bajar en las paradas técnicas, de cuatro o cinco horas, que requerían las maniobras de enganche y desenganche. En la primera, Hendaya, fui al mar. Creo que, además de los dos mozos de vagón, que solo hablaban ruso y ucranio, conocía ya a algunos pasajeros: a un chico colombiano, estudiante de Educación Física en Moscú; a un matrimonio de mediana edad, él, cirujano vascular y ella, profesora de Literatura; a las dos chicas del compartimento vecino, que no hablaban entre sí porque una era armenia y la otra azerbaiyana, y sus dos repúblicas estaban en guerra.

Había pasado la primera noche a solas, pero la segunda, atravesando Francia, irrumpió en mi cabina un veterano de la primera guerra de Afganistán, que ocupó la litera superior a la mía. Pocas horas después, de madrugada, desperté sofocado y me llevé el susto de mi vida al descubrirlo en el taburete abatible que se abría a un costado de mi cama, volcado sobre mí con la mano trasegando el interior de mis calzoncillos. Me eché hacia atrás, pegué la espalda contra el cabecero y encogí las piernas, luego me incorporé e intenté salir, pero una de sus manos, puesta firmemente sobre la puerta, me lo impidió. Se había levantado —era un tipo inmenso— y nos mirábamos a los ojos. Todos los tópicos aplicables a una situación parecida, se detuvo el tiempo, sentí que mi destino se decidía, servirían para describir lo que experimenté en los segundos —me parecieron muchos— que tardó en sonreír despectivamente y aflojar la mano para permitirme salir.

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Ni esa madrugada ni las dos noches restantes regresé a dormir a mi compartimento; me acogieron, solidarias y puede que aliviadas por amortiguar con mi presencia sus diferencias geopolíticas, la armenia y la azerbaiyana. Gracias a ellas, no volví a encontrarme a solas con mi efímero compañero de litera ni a sufrir en primera persona ninguna acometida suya, todo lo más la misma sonrisa amenazante cada vez que nos cruzábamos en el pasillo. Sin embargo, pasé a formar parte de un nosotros intimidado a medida que proliferaron sus desconsideraciones hacia el resto del pasaje.

Sus modos pendencieros, sus provocaciones se convirtieron en un problema incluso para los dos mozos de vagón, los cuales, tras una primera tentativa autoritaria, optaron por invisibilizarse. Por supuesto no guardaba cola en el baño, allí donde había un privilegio era el primero en adjudicárselo, ponía música atronadora a todas horas y la bebida, de la que estaba bien provisto, lo incendiaba. Por tal motivo, a una hora bien temprana, con el horizonte iluminado aún de argento, los cerrojos de los compartimentos se cerraban para no volver a abrirse hasta bien entrada la mañana. Sería ocioso reseñar las conversaciones susurradas, las conspiraciones. Todas inútiles, ya que no había quien se atreviese a plantarle cara. Estábamos a su merced, enajenados de cualquier ley. ¿A quién acudir? ¿A los policías fronterizos? ¿Y con qué acusación?

Nuestra mayor rebeldía estuvo lejos de poder considerarse como tal y, aun así, tuvo consecuencias. Sucedió en Varsovia. El tren arrancó sin él a bordo y, mientras el rumor estallaba en euforia, algunos de nosotros, recelosos, acabamos en el ventanuco de cola. No tuvimos que esperar mucho. Cincuenta o 60 metros después de abandonar la estación, lo vimos saltar a las vías desde la esquina del andén y lanzarse en persecución del tren. Aunque el reto se antojase difícil, nadie dudó de que lo conseguiría, y lo peor es que saberlo no nos indujo a movernos. Él nos miraba mientras corría, cada vez más próximo y determinado, y no pudimos apartarnos hasta el mismo momento en que alcanzó la barra del balconcillo exterior, se encaramó y zarandeó la puerta donde estaba el ventanuco queriendo abrirla.

Escribe John Banville en su libro más reciente, La alquimia del tiempo, que el presente es donde vivimos y el pasado donde soñamos. Y se pregunta: “¿Cuál es la magia que obra sobre la experiencia, cuando se consigna al laboratorio del pasado, para bruñirla y conformara hasta darle un acabado brillante?” Es decir, soñamos el pasado porque lo transformamos en la memoria. Todo lo que fue presente, para perdurar, debe sobrevivir a un proceso de trillado, de pulimento y estilización en el que interviene tanto el azar como, sobre todo, nuestra compulsiva necesidad de interpretar la realidad simbólicamente. No solo deja huella lo que nos impacta: sobrevive más fácilmente aquello a lo que podemos adherirle una etiqueta conceptual: el primer amor, nuestra primera traición, nuestra mayor vileza. Para sobrevivir en el magma escurridizo del presente construimos piezas de memoria que son como bolardos a los que amarramos nuestra identidad. Bolardos móviles, ya que no siempre nos conviene recordar lo mismo. Mi aventura juvenil en el vagón soviético no ostenta de pleno derecho dicha condición. Es un recuerdo no resuelto, irritante como lo es aquello que se resiste a ser categorizado, convocado a propósito para dar forma a este artículo.

Esa tarde, tras dejar Varsovia camino de Moscú, quien más y quien menos estuvo tentado de no abrir la puerta. Si finalmente la abrimos, no fue como resultado de plantearnos ningún dilema moral, sino porque sencillamente no habría servido de nada lo contrario, todo era inútil. Trajeron la llave y dejamos entrar a la fiera.

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