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¿Cómo puede la corriente dominante ignorar las crueldades sistemáticas de Israel?

El ensayista de origen indio Pankaj Mishra ahonda en la respuesta Occidental a la Guerra de Gaza en un ensayo inédito que adelanta ‘Ideas’

Pankaj Mishra
Soldados de las fuerzas de ocupación israelíes dispersan a un grupo de jóvenes palestinos en Ramala (Cisjordania), en 1998.JAMAL ARURI (AFP/GETTY IMAGES)

Cuando hace poco recurrí a mis libros para preparar este artículo, descubrí que ya había subrayado muchos de los pasajes que cito aquí. En mi diario hay líneas copiadas de George Steiner —”el Estado-nación erizado de armas es una amarga reliquia, un absurdo en el siglo de los hombres apiñados”— y Abba Eban —”Ya es hora de que nos paremos sobre nuestros propios pies y no sobre los de los seis millones de muertos”—. La mayoría de estas anotaciones se remontan a mi primera visita a Israel y sus territorios ocupados, cuando trataba de responder, en mi inocencia, a dos preguntas a todas luces desconcertantes: ¿cómo ha llegado Israel a ejercer un poder tan terrible, de vida o muerte, sobre una población de refugiados? ¿Cómo puede la corriente política y periodística dominante en Occidente ignorar, incluso justificar, crueldades e injusticias claramente sistemáticas?

Yo había crecido en una familia de nacionalistas hindúes de casta alta en la India que practicaban una suerte de sionismo reverencial. Tanto el sionismo como el nacionalismo hindú surgieron a finales del siglo XIX de una experiencia de humillación; muchos de sus ideólogos anhelaban superar lo que percibían como una vergonzosa falta de hombría entre judíos e hindúes. Y para los nacionalistas hindúes de la década de 1970, impotentes detractores del entonces gobernante Partido del Congreso, una fuerza pro palestina, los sionistas intransigentes como Beguín, Ariel Sharon y Yitzhak Shamir parecían haber ganado la carrera hacia la nación muscular. Recuerdo que tenía una foto en la pared de Moshe Dayan, jefe del Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa de Israel y ministro de Defensa durante la guerra de los Seis Días; e incluso mucho después de que se desvaneciera mi encaprichamiento infantil con la fuerza bruta, no dejé de ver a Israel de la forma en que sus líderes habían empezado a presentar el país desde la década de 1960: como la redención de las víctimas de la Shoá y una garantía inquebrantable contra su repetición.

Era consciente de lo superficialmente que la grave situación de los judíos, quienes habían sido utilizados como chivos expiatorios durante el colapso social y económico de Alemania en las décadas de 1920 y 1930, había impactado en la conciencia de los líderes de Europa Occidental y Estados Unidos. Incluso los supervivientes del Holocausto fueron recibidos con frialdad y, en Europa Oriental, enfrentaron nuevos pogromos. […]

No era tan ingenuo como para creer que el sufrimiento ennobleciera o dotara de poder moral a las víctimas de una atrocidad significativa para actuar con superioridad ética. Que las víctimas de ayer se conviertan frecuentemente en los verdugos de hoy es una lección de la violencia organizada en la antigua Yugoslavia, Sudán, Congo, Ruanda, Sri Lanka, Afganistán y demasiados otros lugares. Aún me horrorizaba la interpretación sombría que el Estado israelí había derivado del Holocausto, y luego institucionalizado en un aparato represivo. Los asesinatos selectivos de palestinos, los controles de seguridad, las demoliciones de casas, la expropiación de sierras, las detenciones arbitrarias e indefinidas y la tortura generalizada en las cárceles parecían proclamar un ethos nacional implacable: que la humanidad se divide entre fuertes y débiles, y aquellos que han sido víctimas o anticipan serlo deben aplastar preventivamente a sus supuestos enemigos.

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A pesar de haber leído a Edward Said, me sorprendió descubrir por mí mismo la sutileza con la que los defensores de Israel en Occidente encubren la ideología nihilista de supervivencia del más apto, perpetuada por todos los regímenes israelíes desde el de Beguín. En su propio beneficio, se enfocan en los crímenes de los ocupantes, sin prestar atención al sufrimiento de los desposeídos y deshumanizados; sin embargo, ambos han sido ignorados en gran medida por la prensa respetable del mundo occidental. Aquellos que destacan el espectáculo del compromiso incondicional de Washington con Israel son etiquetados de antisemitas y acusados de ignorar las lecciones del Holocausto. Y una percepción distorsionada del Holocausto asegura que cada vez que las víctimas de Israel, incapaces de tolerar más su miseria, se rebelan contra sus opresores con la ferocidad esperada, son denunciados como nazis, empeñados en perpetrar otro Holocausto.

Al leer y reflexionar sobre los escritos de Améry, Levi y otros, intentaba aliviar de alguna manera el opresivo sentimiento de injusticia que me embargaba después de haber sido expuesto a la tenebrosa interpretación israelí del Holocausto y a los certificados de alto mérito moral otorgados al país por sus aliados occidentales. Buscaba el consuelo de personas que habían experimentado, en sus propios cuerpos frágiles, el terror monstruoso infligido a millones por un Estado-nación europeo supuestamente civilizado, y que habían decidido estar eternamente vigilantes contra la distorsión del significado del Holocausto y el abuso de su memoria.

A pesar de sus crecientes dudas sobre Israel, la clase política y mediática de Occidente ha suavizado constantemente la cruda realidad de la ocupación militar y la anexión desenfrenada por parte de líderes etnonacionalistas: el argumento repetido es que Israel, como la única democracia en Oriente Próximo, tiene el derecho de defenderse, especialmente contra aquellos calificados de genocidas brutales. Como consecuencia, las víctimas de la violencia israelí en Gaza ni siquiera logran que las élites occidentales reconozcan directamente su atroz situación, mucho menos recibir ayuda. En los últimos meses, miles de millones de personas alrededor del mundo han sido testigos de un asalto extraordinario cuyas víctimas, en palabras de Blinne Ní Ghrálaigh, abogada irlandesa que representa a Sudáfrica ante el Tribunal Internacional de Justicia en La Haya, “transmiten su propia destrucción en tiempo real, con la esperanza desesperada, hasta ahora infructuosa, de que el mundo pueda intervenir”.

Pero el mundo, o más específicamente Occidente, no actúa. Peor aún, la destrucción de Gaza, aunque claramente descrita y difundida por sus perpetradores, se oscurece y niega cotidianamente por los instrumentos de hegemonía militar y cultural de Occidente: desde el presidente de Estados Unidos que acusa a los palestinos de mentir y los políticos europeos que afirman el derecho de Israel a defenderse, hasta los prestigiosos medios de comunicación que emplean la voz pasiva para describir las masacres en Gaza. Nos encontramos ante una situación sin precedentes. Nunca antes tantos habían sido testigos en tiempo real de un exterminio en masa. Sin embargo, la insensibilidad, la cautela y la censura dominantes invalidan y se burlan de nuestra consternación y dolor. Muchos de nosotros, que hemos visto algunas de las imágenes y vídeos provenientes de Gaza —escenas infernales de cuerpos desfigurados y enterrados en fosas comunes, cuerpos de niños llevados por padres desconsolados o dispuestos en filas ordenadas—, hemos estado enloqueciendo en silencio durante los últimos meses. Cada día se ve emponzoñado por la conciencia de que, mientras continuamos con nuestras vidas, cientos de personas comunes como nosotros están siendo asesinadas o forzadas a presenciar el asesinato de sus hijos.

[…] La terca malevolencia y crueldad de Biden hacia los palestinos es solo uno de los muchos enigmas horribles presentados por políticos y periodistas occidentales. El Holocausto traumatizó al menos a dos generaciones de judíos, y las masacres y toma de rehenes en Israel el 7 de octubre por parte de Hamás y otros grupos palestinos reavivaron el temor al exterminio colectivo entre muchos judíos. Pero era evidente desde el principio que los líderes israelíes más fanáticos en la historia no vacilarían en explotar un sentimiento general de violación, duelo y horror. Habría sido fácil para los líderes occidentales moderar su impulso de solidaridad incondicional con un régimen extremista y, al mismo tiempo, reconocer la necesidad de perseguir y juzgar a los responsables de crímenes de guerra del 7 de octubre.

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