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Los disfraces de Hannah Arendt en sus cartas a Martin Heidegger

La pensadora alemana era aficionada al juego de máscaras judío, escribe la ensayista Olga Amarís. Lo hacía como una forma de mentir para decir la verdad

Hannah Arendt en el I Congreso de Críticos Culturales en Múnich, en 1958
Hannah Arendt en el I Congreso de Críticos Culturales en Múnich, en 1958.Barbara Niggl Radloff (Münchner Stadtmuseum)

Querido Martin: He dado instrucciones a la editorial para que te envíe un libro mío. Quiero decirte unas palabras sobre esto. Verás que el libro no lleva dedicatoria. Si alguna vez las cosas hubieran funcionado correctamente entre nosotros —quiero decir entre, no me refiero ni a mí ni a ti—, te habría preguntado si podía dedicártelo; surgió de forma directa de los primeros días en Friburgo y te debe casi todo en todos los sentidos”. (Nueva York, 28 de octubre de 1960).

Con estas palabras continúa la crónica de una correspondencia que se alarga de 1925 a 1975, con una interrupción obligada durante aquel tiempo en el que el lenguaje se eclipsó, perdiendo, tal vez para siempre, la armoniosa unión entre lo que se dice y lo que se piensa. El habla, simplemente, dejó de tener sentido en un mundo en el que los que clamaban himnos a la vida, en realidad, estaban aullando gritos de muerte. Al final resultó cierto aquello de que no se puede escribir de lo que no se habla; y, aún más cierto, que no puede hablarse de lo que supera nuestra capacidad de pensamiento. Durante un silencio que dura casi diecisiete años, Heidegger y Arendt dejan de enviarse cartas. Las idas y las venidas del exilio no hubiesen facilitado el rastreo de las huellas de la joven. En 1933, poco después de conocer la noticia del incendio del Reichstag, y entendiendo que el absurdo, en su faz más letal, se había desatado sin que nada ni nadie pudiese ya frenarlo, Arendt abandona Berlín y llega a París, donde permanece hasta 1941, en que da el salto definitivo a EE UU desde Portugal.

En 1950, de forma provisoria, vuelven las cartas, aunque en un tono muy distinto, atemperado al extinguirse la inflamación amorosa. El silencio, como el tiempo, es terapéutico. El mago secreto del pensamiento de Marburgo ya no escribe sus requiebros a aquel ser a claroscuros que tan pronto se presenta como la “ninfa bromista del bosque”, como bajo la apariencia de una Sophia inocente y pudorosa. La emisora de sus misivas es ahora la amiga esencial, aquella que comunica “algo” importante en el Merkur, que publica ensayos valientes y contundentes sobre la condición humana, que se enzarza con la cuestión del mal radical y que, discípula díscola del pensamiento filosófico, se atreve a marcar un camino alternativo que él contempla no sin cierto estupor. También en la turbación de que algo en ella lo acecha. Lo que nunca llega a intuir Heidegger, por falta de imaginación, es que Arendt, en la intimidad de su apartamento de Manhattan, conserva intacto ese perfil juguetón y aniñado que le hace entretener a sus invitados con una mascota de peluche de un ratón a la que atrae fuera de su escondrijo con un pedazo de queso. La imagen del animal que sale de su madriguera, tratándose de Heidegger, no podría ser más sugerente. Tampoco es capaz de sospechar que su antigua amante no ha perdido ni un ápice de ese carácter eufórico y gustoso de la excentricidad y del juego a ser y no ser al mismo tiempo. En una fiesta organizada por el partido marxista en el Museo de Etnología de Berlín, Arendt sorprende vestida de esclava egipcia de un serrallo, medio hurí medio Sherezade. Acababa de escribir en la biografía de Rahel Varnhagen que la mentira es hermosa si se escoge con total libertad. Y pudiera parecer una contradicción viniendo de una pensadora que se pasó toda la vida buscando la verdad.

La “mentira”, en este contexto, se refiere al juego de enmascaramiento por el cual el sujeto contraviene el discurso establecido por las relaciones de poder, al tiempo que ratifica, hasta el absurdo, una existencia alterna. Dice Mijaíl Bajtín que la máscara opera en quien la lleva una suerte de resurrección de los deseos más inconfesables, a la vez que propone una nueva recitación de su historia. En ruso, “resurrección” y “recitación” son palabras emparentadas, haciendo expresa una voluntad de dar validez en público a la historia velada. La máscara implica una vuelta a nacer, pero también una práctica revolucionaria, al permitir al sujeto ser lo que no debe ser y, sin embargo, a veces es. La máscara no oculta, muestra el tabú que somos, que nos posee. Despliega, finísima, una de las pieles a través de las cuales transpiramos. “Detrás de la máscara, otra máscara”, recita la artista surrealista Claude Cahun, resucitando al andrógino. Para esta, nuestra condición ontológica es anterior a la artificiosidad de los géneros, de ahí esa continua vacilación del pensamiento al tener que establecerse en una única definición de mujer u hombre. La máscara alude a ese polimorfismo con el que nacemos y a las escisiones que las fuerzas de poder, y lingüísticas, van perpetrando, a hachazos, en nuestra materia. La máscara, un trozo de madera, cartón o porcelana, concita la tragedia diaria de tener que dejar de lado esa pluralidad que nos habita.

La elección de la máscara de esclava egipcia no hace sino reincidir en dos puntos esenciales de la biografía de Arendt: su fascinación por “el misterio y el enigma de la existencia judía”, así como su deseo de trasgredir lo establecido como manera de resistencia a los automatismos irreflexivos. La metáfora de “estilo egipcio” se utilizó desde el siglo XIX en los ámbitos más estilizados de Alemania para hablar eufemísticamente de lo judío, en un intento de volver exótico y exorcizar lo innombrable, convirtiéndolo en un mobiliario digno del diván de Oriente. En Arendt, una mujer con grandes problemas para identificarse con su identidad judía, la máscara de la esclava egipcia recupera la historia de la diáspora del pueblo elegido, a la vez que le imprime un giro ingenioso que coincide, de igual manera, con el irreverente humor judío.

La aparición de la máscara judía, una más entre muchas otras, se cuela de forma anecdótica e inconsecuente en las cartas. Junto a las continuas renuencias a un sentimiento de pertenencia, se solapa la identificación con una cultura que se ha ido acumulando en el sustrato irracional y que se vierte en no pocos chistes sobre judíos, como aquel que Arendt le cuenta a Jaspers en relación con el temor que le suscita una posible guerra entre EE UU y la URSS: “Un judío tiene miedo ante un perro que ladra. Otro judío le recuerda el dicho ‘perro ladrador, poco mordedor’. A lo que el judío contesta que lo conoce, pero no está seguro de que el perro lo conozca”.

La máscara del judaísmo reaparece en esas otras ocasiones en las que, a modo de justificación de los rasgos más peculiares de su personalidad, esgrime una procedencia judía que la obliga a instalarse en la constante preocupación ante el acontecimiento inesperado, en la sempiterna insatisfacción, así como a mantener la costumbre de tener la maleta preparada para partir en cualquier momento. No es esa la única máscara utilizada por Arendt. Otros de sus disfraces preferidos son el de Palas Atenea, el de mujer cínica, el de seductora, este último le acarrea grandes éxitos, pues tras la muerte de su segundo esposo, Heinrich Blücher, sigue recibiendo propuestas matrimoniales que, por supuesto, no acepta. Tal vez, la más digna de mención sea aquella que, en 1970, llega del poeta británico Wystan Hugh Auden.

Para muchos exiliados, disfrazarse es una forma de rebelarse, de mostrar la bancarrota de la apariencia. De mentir para decir la verdad, tal y como performativamente practicaba la poeta judío alemana Else Lasker-Schüler, disfrazada del andrógino príncipe Yusuf de Tebas, con sus pantalones anchos de piel y sus camisas de colores brillantes, paseándose por las inhóspitas ciudades de su exilio. Demostrando, hasta el absurdo, que el otro nunca es tan radicalmente exótico como nuestra ignorancia exaltada quisiera hacernos creer.

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