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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo que queda y lo que vuelve

Entre los restos del naufragio y el proyecto sin fraguar que es Sumar, puede decirse que gracias a la formación morada España no sería hoy la excepción ante los extremistas de derechas de Europa

Santiago Alba Rico
Podemos
Concentración en la Puerta del Sol de Madrid del Movimiento 15-M en protesta por la situación política y económica de España, durante la campaña para las municipales de mayo de 2011.Álvaro García

El 15-M, una multitudinaria efervescencia de pequeñas rebeldías, iluminó en 2011 una “mayoría silenciosa” descontenta con la democracia española. La gente quería más. En enero de 2014, un puñado de profesores universitarios y activistas heterodoxos (nacidos en Juventud sin Futuro o criados en Izquierda Anticapitalista) dio a esa potencial mayoría la oportunidad de soñar en las urnas. Contra el llamado “régimen del 78″ y la “casta”, en nombre de la “nueva política” y el “cambio” (conceptos hoy peligrosamente virados a la derecha), Podemos entró sin lastres en el Parlamento Europeo y se convirtió en pocos meses en la cifra donde volcaron su ilusión millones de españoles. En síntesis precipitada, se puede decir que la lectura populista de Errejón (cuando un populismo “progresista” era posible) y el carisma volcánico de Iglesias desactivaron el eje izquierda/derecha y sumaron como levadura los afectos transversales de una multitud heterogénea de huérfanos políticos.

Podemos hablaba de “cuidados”, de “ventana de oportunidad”, de resignificar la patria, la familia, la seguridad, la Constitución. Fue una experiencia casi onírica. Nuestros amigos, grandes desconocidos bregados en foros subterráneos, empezaron a salir en televisión, convocaban multitudes, fueron elegidos diputados y alcaldes. Una encuesta de 2015 dio a Podemos la mayoría virtual en el futuro Parlamento; y en dos elecciones sucesivas estuvo a punto de consumar el ansiado sorpasso al PSOE. Con épica euforia, Iglesias llamó a “asaltar los cielos”. Para conseguirlo, Vistalegre I había construido una “maquinaria de guerra electoral” a la que se opusieron entonces Echenique, después edecán belicoso de Iglesias, e Izquierda Anticapitalista, siempre coherente, admirable e inoperante. Yo, lo confieso, apoyé esa “maquinaria”, sin la cual era imposible ganar y que logró, en todo caso, acabar con el bipartidismo, pero que solo tenía sentido en caso de una victoria decisiva cuya posibilidad sobrevaloramos. Sin sorpasso, con el cielo en la punta de los dedos, la “maquinaria de guerra” se apoderó de la organización y la devoró desde dentro. Ya no se trataba de conquistar los cielos, sino de conquistar la interna.

Vistalegre II iluminó esta batalla, que era al mismo tiempo de poder y de proyecto. El control absoluto de Iglesias trasladó Podemos a la era anterior al 15-M; su estrategia mediática y política facilitó, a mi juicio, la irrupción parlamentaria de Vox, generando así un contexto muy favorable al restablecimiento del eje izquierda/derecha en el que el nuevo Podemos (retoño de la vieja IU) se sentía más cómodo. Objeto del rencor exponencial de la desilusión, el partido acabó precipitándose en su propio vacío victimista, alimentando a sus fuerzas menguantes con las infames campañas periodísticas y judiciales emprendidas contra sus dirigentes. Lo que queda hoy de Podemos es un mechinal poblado de avispas que muerden los restos de un pícnic abandonado en la hierba. Lo que vuelve de Podemos es Sumar, un proyecto sin fraguar, improvisado a la defensiva, que echa de menos la levadura transversal de Errejón y el carisma excitante de Iglesias, y ello en un contexto internacional muy hostil y en una España en la que Sánchez, del que depende la supervivencia del PSOE, se ha apoderado de todos los discursos y todos los carismas. Lo mejor que puede decirse de este complejo recorrido de una década es que sin él España no sería hoy la excepción de una Europa amenazada por la ultraderecha. No es poco. No es bastante.

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