Kissinger y los crímenes bien cometidos
Una vez que pasas del centenar de muertos, ya te da igual mil que un millón, entras en la categoría de estadista. Lo haces por una estrategia, una visión, una idea, un país
Se murió Kissinger y ya queda para los libros de historia, se irá difuminando quién fue realmente. Ya ocurre, en los obituarios se cuenta que hizo esto pero también lo otro, lo bueno y lo malo, y decida usted con qué se queda. El periodista Christopher Hitchens, que estudió su caso en un libro, concluyó que tenía que haber sido detenido, juzgado y pudrirse en prisión. Igual que si estás con Netanyahu tendrías que coger el teléfono y decir que tienes ahí a un posible criminal de guerra y que por favor vayan a buscarlo. Pero el mundo no funciona así. Kissinger daba conferencias y no descartemos el Nobel de la paz para el primer ministro israelí, pese a las francas dudas.
Kissinger vivió cien años y representa la batalla que marcó un siglo, a ese nivel en el que todo da igual. Cualquier cosa le podía parecer bien si lo dictaba su ideología, el anticomunismo, igual que a otros les cegaba su comunismo (Neruda hacía odas a Stalin). Luego, dentro del fanatismo, existe la falta de escrúpulos con sentido práctico y la que degenera en utopía suicida. Juan Gabriel Vásquez cuenta en Volver la vista atrás que en la revolución cultural china los jóvenes más concienciados decidieron que era inadmisible que el rojo, símbolo de la revolución, significara en los semáforos que había que pararse, y empezaron a circular al revés: con el rojo pasaban y se detenían con el verde. Tras unos días de caos de tráfico las autoridades reestablecieron el orden. En el fondo, todo es una cuestión pragmática y el comunismo básicamente fracasó porque no funcionaba. En política, se juzga por los resultados, como a los entrenadores.
A un cierto nivel de poder, parece inevitable tener encima una masacre, un bombardeo o un golpe de estado fascista, o todo junto, como Kissinger. Una vez que pasas del centenar de muertos, ya te da igual mil que un millón, entras en la categoría de estadista. Lo haces por una estrategia, una visión, una idea, un país. Más allá de la moral, estás trabajando para la historia. Toda esta gente da asco, pero con el tiempo puede convertirse en un personaje complejo, interesante. Hasta le pueden hacer una película. Como ahora con Napoleón, responsable de matanzas como la de Jaffa, donde pasó a cuchillo a miles de prisioneros turcos en 1799. O la escabechina en la retirada del río Berezina, en 1812, donde voló el puente y dejó al otro lado a miles de hombres que fueron aniquilados por los cosacos. Sus contemporáneos tenían claro quién era, nosotros vemos películas de él como un personaje ya literario, y con su corazoncito. Por no hablar de Talleyrand. En el filme de Ridley Scott apenas sale, pero este señor, que vivió también casi un siglo, empezó siendo un obispo del Antiguo Régimen, para subirse a la Revolución Francesa y proponer nacionalizar los bienes de la Iglesia, ser luego ministro con Napoleón, después conspirar contra él, dirigir el Congreso de Viena y acabar en la corte de Luis XVIII. Hizo el tour completo de las ideologías en la batalla de su siglo. Tras la ejecución del duque de Enghien, dijo (aunque la frase también se atribuye a Fouché, jefe de Policía): “Es peor que un crimen, es un error”. Esto es, un crimen bien hecho es un acierto. Estos grandes cínicos siempre son políticos fenomenales, si entendemos la política como hacer lo que sea al servicio de lo que toque. Pero hay que dejar escrito lo que eran, para que en la posteridad vean que lo veíamos y en las películas salgan como los seres retorcidos que eran.
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