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LA CASA DE ENFRENTE
Columna
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La amnistía como sentimiento nacional

Cuando solo podemos remitirnos a la ley para pensar el mundo corremos el riesgo de perder el sentido de la realidad

Referéndum ilegal de Cataluña
Un hombre porta una estelada en su balcón durante el referéndum ilegal de Cataluña, el 1 de octubre de 2017.PAU BARRENA (AFP/GETTY IMAGES)
Nuria Labari

En el año 2017, meses antes de que se celebrara el referéndum de independencia convocado ilegalmente por la Generalitat, me compré un piso en Madrid. Recuerdo que el día que fui a visitarlo por primera vez toda la fachada estaba cubierta por banderas rojigualdas. “No sabía que hoy jugaba España”, dije al tipo de la inmobiliaria. “No hay ningún partido”, respondió. En efecto, aquellas banderas estaban allí para condenar la iniciativa de Puigdemont. O para condenar el nacionalismo catalán. Puede que para censurar a Cataluña entera. No es fácil descifrar el mensaje de una bandera cuando ondea un sentimiento. En mi antiguo barrio la única bandera que salpicaba algún que otro balcón era la arco iris. La española estaba reservada para días de celebración más que de confrontación. “Es un antiguo edificio de militares”, dijo el de la inmobiliaria. Como si aquella información pudiera descifrar alguna cosa.

Poco después, la bandera española adornaba muchas más ventanas en la capital y ya nadie esperaba un acontecimiento deportivo. Me tocó viajar a Barcelona y allí el despliegue simbólico era mucho mayor. Había lazos amarillos en las ventanas, en las solapas, en los taxis, en las aceras… Nada más llegar, la ciudad parecía una romería luminosa. Solo que la gente estaba agotada y muy triste. En algunas familias se había prohibido hablar del tema, también en los grupos de amigos, en el trabajo, en las parejas. El conflicto en Madrid se vivía en las calles, pero en Cataluña había atravesado la puerta de millones de hogares.

Pasaron muchas cosas y sentimos muchas otras cuando 5,3 millones de catalanes fueron llamados a votar en un referéndum de independencia convocado ilegalmente. Personalmente, recuerdo sentir vergüenza, un pudor aterrador ante todo lo que estaba ocurriendo en mi país a la vista del mundo. Recuerdo el bochorno que me daba escuchar a Puigdemont apelar a los derechos humanos mientras malversaba el dinero y los sentimientos de todos. Quería que nadie lo viera. Igual que deseé que aquel barco de Piolín donde se alojaron parte de los 6.000 agentes que el Ministerio del Interior desplegó se hiciera invisible. Me dio vergüenza que miles de agentes vivieran un mes en condiciones inhóspitas. Aunque lo peor fue la violencia. Las imágenes de policías con cascos y escudos dieron la vuelta al mundo golpeando a personas mayores, arrastrando a jóvenes por el suelo, propinando patadas y causando más de 1.000 heridos en una jornada donde todo lo malo que podía ocurrir, sucedió. Hubo violencia y una votación sin garantías. Luego Puigdemont aseguró que declararía la independencia y Rajoy concluyó lo suyo: “Hoy no ha habido un referéndum de autodeterminación en Cataluña”.

Después del dolor y la vergüenza, una mayoría de los españoles decretamos una amnistía sentimental. Y así, millones de ciudadanos descolgaron las banderas de sus balcones, aquellos que un día votaron en un referéndum ilegal volvieron a las urnas democráticas, las saludables discrepancias políticas regresaron a las sobremesas y la buena convivencia se defendió por encima de cualquier otro modelo de Estado. Hoy en cambio parece que la amnistía sea exclusivamente una cuestión legal, como si legalidad y realidad fueran la misma cosa. Pero lo cierto es que cuando solo podemos remitirnos a la ley para pensar el mundo corremos el riesgo de perder el sentido de la realidad. La ley es la mejor herramienta que tenemos para juzgar los conflictos. Pero debe escuchar a la sociedad cuando necesita su ayuda para superarlos.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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