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EN PRIMERA PERSONA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El momento de paz que no llega: nuestra difícil relación con el verano

Las vacaciones muy pocas veces cumplen lo que prometen. Sólo los muy sabios o los muy imprudentes se abandonan a la corriente sin pensar. El resto flotamos hasta la orilla

Ideas 20/08/23 WEB
Bea Crespo

Acabo de llegar a mi sitio habitual de vacaciones tras una época ajetreada durante la cual he tenido que hacer largos trayectos diarios en metro y autobús. Por raro que resulte, lo he disfrutado. Tomaba las excursiones como breves islas de tiempo en las que se me permitía solo estar, y las aproveché para viajar por la vida de quienes se sentaban enfrente. He visto mucho. Vidas heroicas de gente sencilla y buena; vidas íntegras, prometedoras, luminosas, atravesadas, alienadas, engreídas, melifluas, anodinas… En ocasiones me ha incomodado mi condición privilegiada, pero también he descubierto ángulos imprevistos de mi ciudad que me han gustado. La mezcla, la constatación de que por las venas de Madrid corren imparables sangres y culturas diversas. Si esta ciudad tiene futuro vendrá de ahí.

No conozco escritores para quienes las vacaciones no supongan un problema. El verano, cuando todo se para y disminuyen los encargos que nos facilitan el sustento, constituye un tiempo idóneo para la escritura. Si se imponen otros planes y nos enrolamos en devoradoras vacaciones de pareja o en viajes formativos para nuestros hijos, no podemos evitar que una parte de nosotros, la más íntima, la más secreta, la más enferma, añore el momento en que todo acabe. Nuestro ideal no es el viaje sino la quietud propensa al disfrute, aunque sea robado a la noche, de intensos momentos de soledad; una casa en un entorno agradable, de la que la familia desparezca a ratos. En puridad, quitando las convalecencias y otros momentos de espera forzosa, las únicas vacaciones conocidas por el escritor son las de la infancia; razón, imagino, por la que se les han dedicado tantos libros.

Los míos fueron veraneos de hijo único en una familia monoparental —mi madre y yo— a la que a menudo se adherían personas de nuestro entorno: mi padre a regañadientes, alguna tía, amigos y pretendientes de mi madre… Cargábamos con perro y gato y a veces con otras mascotas y no solíamos repetir lugar, lo cual significa que año tras año partía de cero, sin amigos y vigilado con encono por los otros niños. Quebrar su desconfianza exigía superar todas las etapas del cortejo infantil, que en mi época —y creo que en todas— contenía enojosas dosis de violencia. Recibí collejas y pedradas, las devolví y me enzarcé en peleas desiguales que a menudo terminaban con una persecución hasta casa. Y casi siempre, cuando quedaba poco para la vuelta, de las refriegas nacían amigos a los que hacía la promesa vana de regresar al año siguiente. Más tarde, el esfuerzo no me mereció la pena y sin darme cuenta me convertí en un adolescente lánguido que observaba de lejos la fiesta de la que otros participaban. Las verbenas, los escarceos amorosos. Había comenzado a leer, a escuchar música, a ver cine; el afán de diferenciación había sustituido al de asimilación y la realidad no era ya un imponderable con el que aspiraba a amalgamarme, sino algo de lo que podía salir y juzgar desde fuera. La distancia resultante, el titubeante desdén, sólo se quebraba ante ocasionales miradas femeninas. Una italiana en Ibiza; una barcelonesa en una academia de idiomas inglesa… Más tarde aún, llegarían las búsquedas, las rebeldías, la infatuación de creerte ya adulto cuando apenas has echado a andar, los amoríos, los descubrimientos, el despertar de las convicciones, las amistades, las drogas, el idealismo, el miedo.

Mi hijo aún está en la etapa de las verbenas. A diferencia de mí, disfruta de un lugar estable de veraneo y ha podido hacerse con una pandilla. Pasa 12 horas al día fuera de casa, apenas viene a dormir y a ingerir alimento. Tiene 14 años. En los escasos momentos de que disponemos, evito preguntarle qué hace; me confío a lo que cuenta y trato de descifrar lo que calla. No necesito saber mucho. He estado donde está. Sé que aprenderá mal algunas cosas, que dudará y que se expondrá a peligros. Oigo vestigios, runrunes sobre la actualidad en los que percibo el eco de lo que se dice en otras casas, preguntas a su madre o a mí con las que procura cargarse de argumentos para las discusiones con sus amigos. ¿Ha visto porno? Seguramente. A fin de evitar que su primer contacto con el sexo lo sesgaran imágenes repugnantes de internet, durante un tiempo proyecté ponerle a la vista, donde pudiera encontrarla, una película explícita, pero no groseramente pornográfica, en la que el sexo se retratara con naturalidad conforme a un propósito artístico; pensé en 9 Songs, de Winterbottom y, pensado, el tiempo se me escapó. ¿Le han pasado su primer porro? No creo. Eso llegará el próximo verano y, con suerte, el siguiente. Sabe que fumo marihuana y no me va a resultar fácil combatirlo.

¿Nos apeamos alguna vez de nosotros? ¿Dejamos en vacaciones de ser padres, maridos, hijos? ¿Acaso no medimos el dinero al pedir la carta en un chiringuito? ¿Olvidamos los agravios, las penurias, las cuentas pendientes? No nos engañemos: salvando epifanías pasadas magnificadas por el recuerdo, las vacaciones muy pocas veces cumplen lo que prometen.

Hay fulgores, claro; es probable que abunden los momentos felices, los instantes prologados en los que nos confiamos sin pensar a la corriente. Sin embargo, sólo los muy sabios y los imprudentes se abandonan. El resto, tarde o temprano, flotamos hasta la orilla.

Hace cuatro días, viniendo a mi pueblo gallego desde Madrid, viví algo que me removió. Me confié, y, en la fecha en que me convenía viajar, los billetes a Santiago estaban agotados. De milagro encontré plaza en un autobús nocturno a Ourense, donde esperaba enlazar con un regional. Llegué de madrugada, hora y media antes del primero. En el vestíbulo de la estación, caras ya conocidas: un padre, asaetado de tics nerviosos, junto a su hija de nueve o diez años; dos jóvenes marroquíes con chilabas y chanclas; un peruano, pegado a su móvil, en el que visionaba vídeos televisivos de sucesos… Tardé en ubicarme y, mientras lo hacía, me fijé en una pareja que discutía desganada en uno de los bancos más alejados, y, enseguida, en alguien arrodillado frente a la puerta principal. Tenía los brazos extendidos hasta tocar el suelo con la frente y gemía. Me acerqué y, cuando le pregunté qué le pasaba, alzó la palma de la mano y me dijo que le habían pegado unos chicos. Efectivamente, tenía un ojo magullado. Era subsahariano, casi un muchacho de mirada atemorizada. Lo que hice aún me avergüenza: llevaba 70 euros amarrados en dos billetes; él los vio cuando abrí la cartera. Debí habérselos dado —­ese pobre chico necesitaba, mucho más, un abrazo, que alguien lo adoptara—, pero me limité a vaciar el monedero y me desentendí. Eran las cinco de la madrugada, empezaban mis vacaciones.

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