Charlar con desconocidos, ese placer casi viejuno que estamos aparcando
Ponemos barreras tecnológicas para no interactuar con extraños en el mundo físico. Pero cuando se levantan vuelve la capacidad de disfrutar del azar que traen los territorios inexplorados
Estamos viviendo muy por debajo de nuestras posibilidades. Nos pasarían más cosas y tendríamos una vida más interesante si volviéramos a charlar con extraños. El diagnóstico es de Nicholas Epley, científico del comportamiento y profesor de la Universidad de Chicago. Epley llegó a esa conclusión tras realizar múltiples experimentos buscando una explicación a nuestra conducta antisocial de la última década.
En su trayecto diario al trabajo, el profesor observó lo que sucede en el metro de cualquier ciudad del mundo: las personas no se miran, no se sonríen y nunca hablan entre sí salvo emergencia extrema. Preferimos sumergirnos en las profundidades del teléfono, parapetados por los auriculares, ese gran escudo que nos exime del contacto social: un rápido movimiento señalando a uno de nuestros oídos es suficiente para disuadir a cualquier temerario de intentar la más mínima interacción. Un gesto que hace una década hubiera sido considerado una grosería es hoy ampliamente aceptado: ¡para lo que hay que oír!
En sus investigaciones, el profesor había constatado que el contacto social con propios y extraños genera bienestar y muchos beneficios tangibles. ¿Por qué entonces los sofisticados seres humanos del siglo XXI se autosegregan? ¿Por qué les parece intrusivo, extravagante y sospechoso que un extraño les hable? ¿Por qué abrazan una tecnología que los aísla y, a largo plazo, los hace infelices? Epley lleva varios años buscando respuestas a estas preguntas para elaborar una teoría del declive de las relaciones interpersonales en las sociedades modernas. En sus experimentos ha descubierto que preferimos no hablar con extraños porque tememos que sea incómodo, aburrido y agotador. Se exagera, por un lado, el esfuerzo que nos costará iniciar el contacto y, por otro, el riesgo de ser rechazado.
Durante varios años ha llevado sus experimentos a autobuses, trenes y taxis, y sus mediciones le muestran que, a pesar de las reticencias, la gente disfruta más sus trayectos cuando charla con el de al lado que cuando se ensimisma en el teléfono. Sin embargo, cuando se les pregunta, solo un 7% de los participantes en las encuestas estarían dispuestos a hablar con un desconocido en una sala de espera y solo un 24% considerarían hablar con un extraño en un tren. “Estamos radicalmente equivocados. Las personas subestiman sistemáticamente el beneficio de hablar con desconocidos”, escribe el profesor en uno de sus artículos. Otro de sus hallazgos es que no calibramos lo bien que podemos hacer sentir a otros cuando le manifestamos abiertamente nuestro apoyo o afecto. No le ha resultado fácil al profesor que las cobayas de sus ensayos consigan un interlocutor. “Recibo numerosas quejas de personas que no consiguen hablar con nadie porque todos llevan los auriculares o están absortos en sus teléfonos. Alguien me comentó: ‘Ya nadie mira por la ventana ni habla con la gente en el tren, ¡qué pena!’. Creo que la tecnología nos conecta a personas lejanas, pero nos desconecta de los que tenemos más cerca”, explicó el profesor en el podcast de su universidad.
Se ponen barreras y filtros tecnológicos para no interactuar con extraños. Sin embargo, una vez que se levantan se recupera la capacidad de disfrutar del azar y la sorpresa que traen los territorios inexplorados. Esa fue la conclusión del trabajo Talking with Strangers is Surprisingly Informative (Hablar con extraños es sorprendentemente informativo) de un equipo de investigadores de la Universidad de Virginia, que constató que no solíamos apreciar cuánto aprendíamos en las conversaciones casuales con desconocidos, unos intercambios efímeros, sin consecuencias ni carga emocional en los que, coinciden los expertos, solemos ser desinhibidos e inesperadamente francos.
En el cine abundan las historias de deslumbramiento que nacieron de una primera conversación entre extraños: Breve encuentro (1945), Antes del amanecer (1995) o Extraños en un tren (1951). Ahora, ante nuestra pereza social, también empiezan a escribirse ensayos, tres se han publicado este año —Hello, Stranger. How We Find Connection in a Divided World (Hola, desconocido. Cómo encontrar la conexión en un mundo dividido), de Will Buckingham; The Power of Strangers. The Benefits of Connecting in a Suspicious World (El poder de los desconocidos. Los beneficios de la conexión en un mundo sospechoso), de Joe Keohane, o Fractured. Why our Societies are Coming Apart and How We Put them Back Together Again (Fracturados. Cómo nuestras sociedades se deshacen y cómo unirlas de nuevo), de Jon Yates, todas sin publicar en español— sobre la conveniencia de recuperar la costumbre de tener conversaciones intrascendentes con extraños.
Los tres autores coinciden en que interactuar y prestar atención a los desconocidos tiene grandes recompensas, pero advierten de que es una habilidad que debe entrenarse casi a diario porque se pierde fácilmente. Todos apuntan que la autosegregación de las sociedades modernas nos hace sentir tan autosuficientes que a muchas personas hablar con sus conciudadanos les parece inútil. Y, claro, si se considera a los otros tan prescindibles, para qué dedicarles tiempo.
El antropólogo de la Universidad de Oxford Robin Dunbar es conocido por haber publicado en 1993 los números de la amistad en la revista Behavioural and Brain Sciences. Según sus estudios, solo podemos tener al mismo tiempo 150 relaciones “estables y significativas”, y esto incluye a la familia y a la pareja. Pero también dijo Dunbar que, si tenemos una vida muy larga, con suerte acabaremos con uno o dos amigos (1,5 es su cifra), el resto se habrá quedado en el camino. Con los años, la vida social se reduce y, si hemos sido capaces de entrenar nuestra habilidad de construir conversaciones intrascendentes, nuestros días serán más agradables. Los contactos casuales son el origen de los vínculos débiles, esos conocidos, casi extraños, que se sitúan en la periferia de nuestra vida y cuya importancia ha sido ampliamente demostrada. En 1973, el profesor de Sociología de la Universidad de Stanford Mark S. Granovetter publicó el ensayo La fuerza de los lazos débiles, donde demostraba que las conversaciones ligeras y poco exigentes nos situaban en el mundo y eran cruciales para obtener información nueva. Esos conocidos son fundamentales, por ejemplo, para encontrar un nuevo empleo. En los estudios del profesor Granovetter, el 84% de los que habían conseguido un nuevo trabajo lo habían hecho a través de un contacto. “Cuantos más conocidos tengas, mejor; las charlas superficiales son agradables, te hacen feliz y aumentan la sensación de pertenencia. A veces es muy difícil hablar de ciertas cosas con alguien que te conoce demasiado”, reflexiona en su ensayo. Los vínculos débiles son un descanso de la intensidad y la exigencia de las relaciones más profundas.
Los defensores de la charla insustancial con extraños proponen que, visto nuestro grado de undersociality —vocablo que emplea el profesor Epel para definir nuestra torpeza para establecer nuevas relaciones—, debemos hacer “ejercicios sociales”. Lo mismo opina la investigadora de la Universidad de Essex Gillian Sandstrom, que, a pesar de considerarse introvertida, se obliga a hablar a diario con extraños. Sus investigaciones le han demostrado que las relaciones pequeñas y transaccionales que se crean en esas charlas con desconocidos sustentan su bienestar emocional.
En Great Neck, una región del Estado de Nueva York de cerca de 10.000 habitantes, han empezado con los ejercicios sociales. Un vecino, Ronald Gross, ha creado “estaciones de conversación” para que la gente charle con desconocidos “sin que haya un tema de conversación definido”. La logística es sencilla: unos bancos a la sombra donde la gente se encuentra y habla. La prensa local habla maravillas: “Una vez que te acostumbras a llenar tu vida con ejercicios sociales, todo parece más fácil y mucho mucho más divertido”. Así están las cosas.
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