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Trabajar cansa
Columna
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Un gran naufragio no puede competir con un minisubmarino

Es muy significativo dónde está la atención, cómo la realidad nos interesa en función de sus cualidades dramáticas, entendidas en términos de entretenimiento o ficción

Submarino sumergible
Unos salvavidas lanzados en protesta al Mediterráneo por miembros del Partido Comunista de Grecia flotan en el agua, en Pireo, el pasado 20 de junio. Kostis Ntantamis (Anadolu Agency / Getty Images)
Íñigo Domínguez

Me ha salido un artículo bastante demagógico, se lo advierto. Diré rápido la esencia de la cuestión. Tenemos por un lado cinco millonarios en un minisubmarino, a 250.000 dólares el billete (no haré símiles de precios de pisos y cosas tan fuera de lugar), para ver un buque famoso hundido hace un siglo, pero algo va mal y desaparecen, tras días de intensa búsqueda y expectación mundial en los informativos. Por otro lado, un barco con 700 personas se hunde en el Mediterráneo sin que nadie haga nada, aunque las autoridades griegas sabían dónde estaba, tienen fotos suyas desde helicópteros, y se veía que aquello iba a acabar mal. Luego, a los que sobreviven, los encierran en una especie de campo de concentración. Bien, nadie discute la pena y la piedad que despiertan en todos estos pobres seres humanos, los del submarino y los del barco. La cuestión es por qué los del barco nos importan un pimiento.

Si nos ponemos a competir en drama, los detalles del naufragio en el Mediterráneo son mucho más desoladores. Sin hablar de las mujeres y niños hacinados en la bodega, una muerte segura, con la vida de cada uno de ellos se podría hacer una serie de varias temporadas. Pero es como si nuestra atención y nuestras prioridades se hubieran vuelto locas en los últimos años. Lo del submarino a mí me ha interesado relativamente, debo decir, y no se interprete que no estaba preocupado por su suerte, como todo el mundo. Pero me ha sorprendido, o quizá ni pizca, el despliegue informativo, los minutos interminables en el telediario con holografías y conexiones en directo.

Es muy significativo dónde está la atención, cómo la realidad nos interesa en función de sus cualidades dramáticas, entendidas en términos de entretenimiento o ficción, incluso género (cinematográfico, quiero decir). Hay un género terrible y consolidado de películas de submarinos, de máxima tensión, se les acaba el aire, quieres saber si se salvan o no. Además, aquí eran ricos y cada vez nos fascinan más, hasta se presentan a las elecciones y las ganan. En cambio, la otra historia ya nos la sabemos, no hay suspense: son pobres y palman como ratas todos los días. No se adscribe a ningún género, más que al de la vida misma. Sería cine más de autor o europeo, frente al americano, más comercial. De hecho, lo del submarino ha funcionado (se dice así) muchísimo mejor.

Notarán que he evitado términos tan de moda como el relato o la narrativa. Ya les tengo manía. No todo tiene que ser traducible a meme o videojuego, o tener un formato escénico. Los periodistas lo hacemos y lo sufrimos, claro está, buscando que nos lean (a veces lo haremos mal, pero también creo que la gente cada vez es más bruta), y miren la campaña electoral: el portavoz del PP con vaqueros arremangados en una playa de mentira con el lema Verano azul, y el presidente del Gobierno entrevistando a sus ministros en un plató. Los temas que dominan el debate se reducen a uno o dos, y no necesariamente los más importantes, o debería decir “y necesariamente los menos importantes”, porque parece el objetivo. Ya que hablamos de inmigración: nos harán falta 10 millones de inmigrantes de aquí a 2050, en un escenario de pleno empleo, o nadie pagará nuestras pensiones. Tenemos que decidir cómo lo hacemos. Pero de inmigración solo habla la ultraderecha, domina el puñetero relato con una película de terror y con sus trolas. Y es una baza segura, cada vez mejor, de aquí a 2050. ¿A algún cerebro de la izquierda se le ocurre una buena contraprogramación con mucha épica o nos tenemos que tragar lo que echen?

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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