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Los taxistas que memorizaban calles desarrollaban más materia gris

La académica Deirdre Mask recuerda en un libro dedicado a los mapas callejeros que el abuso del GPS nos hace perder habilidades

taxistas
Taxis cerca del Palacio de Buckingham (Londres), tras la muerte de la reina Isabel II, el 9 de septiembre de 2022.Leon Neal (Getty Images) (Getty Images)

La vida en Roma era un embate a los sentidos. En las ruinas antiguas reina el silencio, el tiempo ha blanqueado las estructuras, tanto que olvidamos que las esculturas estuvieron en su día pintadas de colores llamativos y que la multitud tomaba las calles. Cuando visité Pompeya, la ciudad clásica sellada bajo la ceniza volcánica, me di cuenta de que la atmósfera invitaba al silencio, como si caminásemos por un cementerio. En cierto modo, así era. Pero en su día también Pompeya rebosaba de vida, habitada por gente con emociones, apetitos, pesares. Nos olvidamos de que hubo vida dentro de cada tumba, aunque ahora solo veamos la muerte.

Y Roma también estuvo llena de vida. Imagínate a los artistas callejeros, los malabaristas, los tragasables, los jugadores tirando los dados en tableros tallados en escalones, los mayores descansando en los bancos, los vendedores anunciando su mercancía en los mercados. Y muchos animales: cerdos hocicando en la basura, cabras listas para el sacrificio y manadas de perros medio salvajes.

Para orientarte, podías seguir tu nariz. Primero, los malos olores: los excrementos arrojados a las aceras, la orina de las fuentes, los cuerpos apestosos, los mercados de pescado, el estiércol, la carcasa y los intestinos de los animales pudriéndose en las calles. Pero seguro que habría también olores agradables: perfume hecho a base de sebo empapado en pétalos y hierbas, hogazas de pan recién hechas, bastones de incienso y un cuarto de carne asada al fuego. El olor de los cuerpos recién embadurnados de aceite te conduciría a un baño público.

O podrías orientarte de oído. Roma era una sinfonía de sonidos. Los gritos de los vendedores callejeros, los niños jugando a gladiadores, (…) los esclavos cargando con sus amos en palanquines sobre la multitud, un adivino anunciando profecías… Todos te servirían para guiarte por la ciudad. No habría dónde esconderse del ruido, ni siquiera en tu propia casa. Séneca, el filósofo estoico, describe el ruido de los baños públicos sobre sus habitaciones, como los gritos de un cliente al que intentan depilar con pinzas los sobacos (“Para el rico solo gozar del sueño queda”, se quejaba el poeta satírico Juvenal sobre la Roma del siglo II). (…)

Así, los mapas multisensoriales serían los únicos mapas que conocerían muchos romanos. “Para la mayoría de los romanos sería inconcebible usar un mapa, primero porque no podrían permitírselo, segundo, de poder permitírselo, lo más probable es que no lo comprendieran”, apunta el investigador Simon Malmberg. “Su mapa mental —añade— estaba en las calles donde crecieron”.

Pero ¿qué son exactamente los “mapas mentales”? ¿Qué sucede en nuestro cerebro cuando los utilizamos? En la década de 1970, el científico John O’Keefe no buscaba mapas cuando los halló, enterrados en el cerebro. En realidad, investigaba cómo el cerebro crea y da forma a los recuerdos. Los científicos no sabían mucho de la memoria. “Cuando se activa una representación, por ejemplo, cuando se evoca un recuerdo, ¿qué hacen las neuronas?”, se pregunta la neurocientífica Kate Jeffery, que estudia en un laboratorio los mapas cognitivos apenas a unos pasos de distancia del de John O’Keefe en el barrio de Bloomsbury, en Londres. “El cerebro no es más que un montón de carne y sangre y, aun así, nuestros recuerdos parecen películas que se reproducen con gran viveza. Lo cierto es que no ponemos peliculitas en el cerebro cuando necesitamos pensar o recordar algo, ¿cómo funciona entonces y en qué parte del cerebro se produce ese proceso?”. Encontrar la respuesta, explicó, se había convertido en el santo grial de la neurociencia.

La comunidad científica había especulado con la hipótesis de que la memoria estaba relacionada con el hipocampo, una pieza de tejido cerebral en forma de caballito de mar (los seres humanos tenemos dos). En un artículo de 1957, el neurocirujano William Beecher Scoville y la psicóloga Brenda Milner escribieron sobre el caso del paciente H. M., del hospital de Hartford, en Connecticut, que sufría fuertes ataques de epilepsia. Scoville llevó a cabo una cirugía cerebral experimental para curar la epilepsia, extrayendo partes del hipocampo de H. M. junto con otros fragmentos del cerebro. Los ataques cesaron, pero H. M. desarrolló una amnesia severa, solo se acordaba de su infancia, pero nada más. Cada día, era “como despertar de un sueño”, aislado de los demás. Scoville y Milner sugerían que la amnesia había sido provocada por el daño en el hipocampo.

O’Keefe decidió poner a prueba la hipótesis de Scoville y Milner intentando captar cada disparo neuronal del hipocampo. Primero, O’Keefe y su estudiante Jonathan Dostrovsky implantaron unos diminutos electrodos en el cerebro de unas ratas. Luego, observaron a una rata normal mientras deambulaba y escucharon los sonidos eléctricos del hipocampo de la rata. Así descubrieron cómo había algunas neuronas —las llamaron “células de lugar”— que solo se disparaban cuando una rata estaba en un lugar determinado. O’Keefe había descubierto la “neurona de lugar”. Los humanos también la tenemos.

Otros neurocientíficos hallaron distintos tipos de células que nos ayudan a orientarnos sin necesidad de señalización. James D. Ranck descubrió las “células de dirección de la cabeza” cuando demostró que algunas células solo se disparaban cuando la cabeza de una rata apuntaba en una dirección concreta. May-Britt Moser y Edvard I. Moser (dos científicos noruegos con los que O’Keefe compartió en 2014 el Premio Nobel en Fisiología y Medicina) descubrieron las “células de red”, que forman coordenadas de localización en nuestro cerebro. Cada persona lleva incorporado su propio GPS.

El neurofísico Mayank Mehta me contó por correo electrónico cómo había llevado a cabo junto a sus compañeros de la UCLA un experimento de realidad virtual con ratas que había costado medio millón de dólares. Las ratas llevaban una especie de chalequitos y navegaban en un entorno real y en otro mundo idéntico virtual, donde los estímulos no visuales no afectaban su conducta. Las ratas fueron capaces de orientarse bien por ambos entornos. Pero, sorprendentemente, cuando las ratas deambulaban por el mundo de realidad virtual, el 60% de las neuronas del hipocampo dejaban de funcionar. Es más, el 40% de neuronas restantes estaban activas pero parecían disparar “completamente al azar” y su mapa mental del espacio desaparecía.

¿Usaban los antiguos romanos —en sus entornos ruidosos, apestosos, vívidos y sin direcciones— más partes del cerebro que nosotros? Es difícil saberlo. Pero se ha probado que nuestro hipocampo sufre con la nueva tecnología digital. La neurocientífica Eleanor Maguire descubrió que los taxistas londinenses que han memorizado el trazado de 25.000 calles conocido como “el saber” desarrollaron más materia gris en sus hipocampos. Algunos estudios apuntan a que a las generaciones con GPS nos podría estar pasando lo contrario. En Londres, la gente que desanda las calles que ya ha recorrido previamente no pone en marcha el sistema de navegación del cerebro cuando sigue las instrucciones de un GPS. “Si piensas en el cerebro como un músculo, hay algunas actividades, como aprenderse el callejero de Londres, que equivalen a levantar pesas —dijo uno de los principales autores del artículo, Hugo Spiers—, y a partir de nuestros hallazgos podemos afirmar que no ejercitamos estas partes del cerebro cuando usamos un navegador”.

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