Miriam Cahn, la artista enfurecida que dobló el pulso a la ultraderecha francesa
La pintora suiza, que ganó en los tribunales el intento de censura de una obra suya acusada de “pedopornografía”, creció alimentada por la necesidad de rebelarse
Miriam Cahn (Basilea, Suiza, 1949) está acostumbrada a las broncas y a las polémicas desde sus comienzos como artista. La hija mayor de una culta familia judía alemana que en 1933 tuvo que refugiarse en Suiza huyendo del terror nazi creció alimentada por la necesidad de rebelarse. La última escandalera ideológica la ha protagonizado en París, en el Palais de Tokyo. En febrero se inauguró una amplia retrospectiva con un contenido en línea con la exposición que realizó en 2019 en el Museo Reina Sofía de Madrid, pero con una serie extra dedicada a la guerra de Ucrania. Uno de sus cuadros se titula Fuck Abstraction. Representa a un hombre que obliga a una víctima maniatada a practicarle una felación, junto a otra silueta arrodillada a la que sostiene por la cabeza.
El partido de Marine Le Pen, Reagrupamiento Nacional, y seis asociaciones contra la violencia infantil llevaron a la pintora suiza ante el Tribunal Administrativo de París. Exigían censurar esa obra y prohibir la muestra a menores de 18 años. La justicia francesa falló la semana pasada a favor de la artista y consideró la denuncia sin fundamento. Cahn ha preferido no hacer declaraciones, aunque a través del museo ha manifestado su acuerdo en incluir una explicación junto a la obra en cuestión: “Es la guerra de Ucrania y es la matanza de Bucha”. La exposición sigue abierta hasta el 14 de mayo.
Su padre, un próspero anticuario, la ayudó a desarrollar sus intereses artísticos pagándole los estudios de artes gráficas. Activa partícipe de los movimientos feministas y antinucleares, sus primeras obras fueron grandes dibujos con carbón en las paredes y vías del tren. Sus trazos acompañados de proclamas los ejecutaba por la noche, a la carrera. En 1979 fue arrestada por unos murales con los que protestaba contra la construcción de un puente en Basilea.
Alta, robusta y muy parca de palabra, su mirada es tan desconfiada que parece advertir que no se fía de nadie. Una ligera cojera recuerda el accidente sufrido cuando conducía en coche hacia su refugio de Bergell, un idílico valle alpino que comunica el cantón de los Grisones con Italia. En ese singular edificio con forma de búnker, construido por Armando Ruinelli, vive y trabaja la artista, consciente de que es una privilegiada que no se puede desentender de ningún drama. Lo que Cahn pinta, dibuja o filma no se toca ni se manipula. Sus temas tienen que ver con las tragedias y conflictos contemporáneos, un material demasiado sensible como para que ella permita intervenciones por pequeñas que sean. Son, además, asuntos que están presentes en su biografía: el Holocausto, la huida, el terror, la discriminación por ser extranjero, el suicidio de su hermana pequeña, el abuso por ser mujer y las guerras. Siempre las guerras.
Su obra no es fácil de contemplar. En la primera aproximación, sus composiciones llaman la atención por la sorprendente mezcla de colores y rostros con cuencas vacías. Pero esos llamativos malvas, rosas, verdes o naranjas cargados de brillos retratan situaciones que hielan el corazón. Es lo que ella busca desde hace cinco décadas: describir el horror sin paliativos.
La dureza de su narración no ha impedido que el reconocimiento de su obra se agrande día a día. Representó a Suiza en la última Bienal de Venecia, participó en la Documenta de 1982 (retiró su obra por un desacuerdo con el director, Rudi Fuchs) y está en las colecciones permanentes de museos como la Tate Modern de Londres, el Reina Sofía y la Colección Pinault de París, entre otros. Su cotización ha ido aumentando con el tiempo. Sus galeristas alemanes hablan de entre 50.000 y 105.000 euros para los óleos de gran formato e incluso un millón para grandes instalaciones.
Manuel Borja-Villel cuenta que la idea de dedicar una exposición a la artista en el Reina Sofía, la más importante que Cahn había tenido hasta entonces, se le ocurrió después de ver su obra en la Documenta de Kassel y en el estand de su galerista Jocelyn Wolff en Arco. El exdirector del Reina dice que le pareció tan inquietante como interesante, algo muy fuera de lo común. Ya conocía su peculiar manera de crear: tirada en el suelo, con los ojos cerrados, dibujando con todo el cuerpo y siguiendo el dictado de ritmos biológicos como la menstruación. “En cuanto se lo propusimos, ella aceptó encantada de viajar a Madrid. Expusimos 200 obras y ella decidió cómo y qué quería mostrar”.
Unos 10 días antes de la inauguración llegó a Madrid sin exigencias, a su aire. Estaba encantada con el edificio. El hecho de que, siendo el Hospital de San Carlos, hubiera albergado tanto sufrimiento, le pareció adecuado para su exposición. Entró en el museo y empezó a dirigir el montaje con el material que ya había llegado y un regalo: tres dibujos homenaje a la mujer que llora en el Guernica, de Picasso. Las obras habían sido elegidas entre ella y los comisarios. “Nos pedía”, recuerdan Ana Ara y Fernando López, “que escogiéramos sin elaboraciones mentales, sino basándonos en si la obra nos caía bien o mal”. Generosa pero mandona, decidió los itinerarios, marcó la altura de las obras (ninguna por encima de los ojos) y colocó las vitrinas en la zona de los ascensores, fuera de ruta.
Pese a la dureza del contenido, la exposición no registró ningún incidente ni nadie se sintió ofendido. Nada que ver con lo sucedido en París.
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