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Reflexiones de una carnívora ocasional con tortuga al fondo

La poeta y ensayista estadounidense Mary Oliver tuvo una turbulenta relación con la carne. La contó en un libro, hasta ahora inédito en español, en el que también narra su encuentro con un reptil en pleno desove. ‘Ideas’ publica un extracto

Una tortuga mordedora manchada de tierra, en un parque nacional de Minnesota (EE UU) en 2014.
Una tortuga mordedora manchada de tierra, en un parque nacional de Minnesota (EE UU) en 2014.Alamy (Alamy Stock Photo)

Hace ya unos años que casi no como carne, aunque, de cuando en cuando, se me antoja. Es un asunto de profunda ambigüedad, siempre interesante. El poeta Shelley pensaba que su cuerpo sería al fin siervo absoluto y dócil de su intelecto cuando no comiera otra cosa que fruta y verdura; y yo soy devota de Shelley. Pero también lo soy de la Naturaleza, y considerar que la Naturaleza está desprovista de ese apetito —el apetito por consumir a otras criaturas— es mirar con ojos cerrados el milagroso intercambio que hace que las cosas funcionen, que provoca que una cosa alimente a otra, que crea futuro a partir de pasado. Así y todo, en mi fuero más íntimo, con mucha frecuencia me asalta el deseo de estar por encima de todo eso. Siento el peso de la angustia. Angustia por el amargo futuro del cordero, angustia por mi cuerpo y, sobre todo, angustia por mi alma. Una puede engañarse en gran medida a sí misma, pero no puede engañar a su alma. La muy sufridora.

En la linde del territorio se extienden los palacios acuosos: el litoral oceánico, la marisma salina, la laguna de negro vientre. Y en ellos y sobre ellos: almejas, mejillones, peces de toda forma y tamaño, caracoles, tortugas, ranas, anguilas, cangrejos, langostas, gusanos, todos ellos reptando y buceando y retorciéndose entre las espadañas, las rocas marinas, las algas, los pepinos de mar, las Spartina, los cenizos, los agrios, las plantas de punta de flecha, las malvas. A cada uno de ellos se lo come algo, cada uno de ellos se come algo. Así es nuestro mundo. El mejillón naranja tiene un reborde negro azulado a lo largo del cuerpo, y un corazón y un pulmón, y un estómago. La vieira se propulsa por el agua cuando sopla el viento del este y observa a su alrededor con sus docenas de ojos zarcos. La almeja, al percibir la presencia de nuestras manos o la cercanía de la púa de hierro, se hunde más en la arena. ¿Dónde comienza y termina exactamente la autoconciencia? ¿En el mayate? ¿En la bruñida y afanosa hormiga? ¿En la nubecilla de jejenes que flota sobre la charca? Soy de esas personas a las que no les cuesta imaginar que los árboles son conscientes de estar vivos, o que sus hojas se comunican de algún modo, o que los voluminosos troncos y las pesadas ramas saben que soy yo la que ha llegado, como llego siempre, cada mañana, para caminar entre ellos, dichosa de estar viva y dichosa de estar ahí.

Sirva todo esto como preámbulo a las tortugas. Llegan, con movimientos laboriosos, de las muchas lagunas. Arrostran todos los peligros del camino: los perros, la carretera, un calor acumulado que sus cuerpos son incapaces de regular, o el también asombroso y siempre plausible frío. Tomemos una, pues. Ha llegado al final del camino, ahora asciende a duras penas la insalvable colina. Cuando resbala y cae, descansa un poco y retoma su dificultoso avance. (…) Las tortugas son todas hembras, están preñadas y buscan un lugar donde excavar su nido; los mosquitos son también hembras y sin una colación de sangre no pueden depositar sus propios huevos fertilizados en la superficie de una laguna apacible.

Una vez, en primavera, vi el arrebatador preludio al proyecto de construcción del nido: dos enormes tortugas mordedoras copulando. Flotaban en el lago y sus esporádicos movimientos las hacían voltearse y girar una y otra vez. Las patas delanteras del macho se aferraban al borde del caparazón de la hembra mientras apretaba con fuerza su descomunal cuerpo contra el de ella. Pasaron casi toda la tarde flotando de tal guisa, como una balsa sin gobierno… Chapoteando y deslizándose a la deriva por las aguas turbias, o inmóviles entre las pujantes alfombras de los nenúfares.

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En estos primeros días calurosos del verano, me topo con las tortugas viajeras bordeando las orillas de las lagunas o en las laderas de las dunas. Me congratula verlas y al mismo tiempo lo lamento: mi presencia puede ser una molestia que las mande de vuelta a las lagunas antes de que lleven a cabo la puesta, y ¿de qué modo ayuda eso al mundo? Algunas veces, volverán a intentarlo; otras, no. Si no lo hacen, los huevos serán reabsorbidos y se transformarán en otras sustancias, se quedarán dentro de sus cuerpos. Hay otros estorbos mucho más arteros para ellas. Los mapaches las persiguen (…). Apenas las tortugas han acabado, apenas se han ido, los mapaches hozan la tierra y olisquean y cavan y encuentran y devoran con voraz y alegre satisfacción.

Aun así, todos los años hay tortugas de sobra en las lagunas. Igual que hay mapaches de sobra, amodorrados en lo alto de los árboles frondosos cada tarde.

Una mañana de abril encontré el caparazón de una tortuga mordedora en la orilla de Pasture Pond, sacada del agua, imagino, por esos mismos mapaches. De punta a punta medía más de setenta y cinco centímetros. Después, encontré huesos de las patas en las cercanías; también garras y osteodermos, que es como se denominan las placas individuales que recubren el endoesqueleto del caparazón. Puede que la anciana gigante muriese durante un invierno duro, congelada primero por los contornos y después en su totalidad, en alguna caleta demasiado somera. O quizá falleciera por el mero paso del tiempo, sin más: las tortugas, igual que otros reptiles, nunca dejan de crecer, lo que da pie a interesantes fenómenos imaginarios si una es propensa a lo rocambolesco. Pero lo normal ya es más que notable. Una tortuga mordedora adulta llega a pesar cuarenta kilos, es omnívora y puede vivir décadas. O por decirlo de otra manera: ¿quién sabe? El caparazón que encontré aquella mañana de abril era más grande de lo que mis guías de campo indican como probable o incluso posible.

Vi las huellas de inmediato: se arremolinaban por la revuelta arena del sendero. Parecían fruto de la indecisión. Tres puntos ligeramente excavados. ¿Un falso nido? ¿Un par de barridos de una pata, a modo de prueba? ¿Una pista visual engañosa para el depredador en ciernes?

Amarré a mis dos perros y busqué con la mirada hasta que la vi, a un lado del sendero, inmóvil y salpicada de arena. Ya estaba en el nido; o, más probablemente, abandonándolo, pues cavan en la arena hasta desaparecer prácticamente por completo… Después, cuando la puesta ha terminado, impulsa hacia arriba la parte delantera del cuerpo y adopta una posición casi vertical, como un gran molde de tarta colocado de canto. Trepa y bajo ella la arena cae en el hueco del nido, cubriendo los redondos huevos.

Me ve y no se mueve. Los ojos despiden poca luz, pero están insondablemente vivos y atentos. Si hubiera de morir en este momento y por esta empresa, lo haría sin dudarlo. Se deslizaría de la vida a la muerte, con ese alfiler de luz clavado aún en cada ojo arisco, impetuosa y leal a la respiración. ¿Qué podemos transmitirnos cuando nuestros ojos se encuentran? Me considera un peligro, y acierta. Si me acerco más, me ignorará pacíficamente y se replegará en su caparazón, lo que no carece de intríngulis: su voluminoso cuerpo no encajará del todo dentro de los recovecos de esa choza ósea. Retrocede, pero la cabeza y una parte de cada pata siguen fuera. Puede que bufe, o puede que no. Puede que abra el poderoso pico de su boca a modo de advertencia, y puede que yo contemple por un momento el interior del túnel limpio, pálido y lustroso, con el marbete de su lengua, antes de que esa cabeza, ese largo cuello inesperado, se proyecte a la velocidad del rayo —del rayo, sí— y arremeta contra mi mano o contra mi pie. Es rápida como una serpiente, y certera, y capaz de hincar limpiamente las mandíbulas en un palo de ocho centímetros de grosor. Más de un perro aún cojea por mor de uno de estos encuentros. Mantengo a los míos sujetos con la correa y sigo caminando. Doblamos un recodo y desaparecemos bajo los árboles. Son las cinco de la madrugada; para mí, el comienzo del día; para ella, el fin de la larga noche.

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