Las iraníes y su revolución inacabada
El feminismo lleva más de una década enfrentándose a la represión del régimen en Irán. Ahora ha desencadenado una revolución intencionadamente política
En los vuelos a Irán hay un momento tragicómico, cuando la sobrecargo toma el micrófono y dirigiéndose al pasaje le comunica y compele: “Nos disponemos a entrar en el espacio aéreo iraní. Por favor, conforme a la legislación de la República Islámica de Irán, las mujeres han de cubrirse el cabello”. La cosa no es anecdótica, por más que las pasajeras europeas se sonrían e intercambien chascarrillos y modelos de pañuelo. Es ante todo la plasmación de la relación con la realidad de un régimen que ha hecho del control del cuerpo de las mujeres un principio nacionalista. Hasta tal punto el chador (el pañolón negro con que las iraníes cubren su cuerpo de la cabeza a los pies) es una prenda conocida y de curso lingüístico en Occidente que la siempre relapsa, en materia islámica, Real Academia Española incluyó el término en su diccionario en 2001, bastante antes de la reciente incorporación de “hiyab”, prenda esta sí de curso en las calles españolas.
Para entender las revueltas en curso en la “República del chador”, hay que tener en cuenta que pocos países hay en el mundo con un orgullo cultural tan fuerte como el iraní. Hasta el islam, tan proclive a la unicidad, se plegó a la idiosincrasia persa y alumbró una forma propia, el chiismo imamí, con el tiempo convertido en una suerte de “espiritualidad política”, en expresión algo pomposa y muy discutida de Michel Foucault, testigo de la Revolución de 1979. En buena medida, uno de los triunfos de la Revolución Islámica es haber injertado el patriarcado en el corazón de la identidad cultural de la nación. Lo cual, siguiendo con la jerga foucaultiana, recluyó a las iraníes en un patriarcado espiritual y político. O dicho con más gracia por la poeta Forugh Farrojzad, que no llegó a conocer el periodo revolucionario: las arrojó al “umbral del temor al infierno”. Es comprensible pues la dificultad que han encontrado a la hora de luchar contra las normas que regulan la desigualdad de género. El atavío femenino es la forma más rudimentaria de esta discriminación legal, pero no hay que perder de vista ni las numerosas y más degradantes leyes civiles (la pervivencia del matrimonio temporal o muta, la disparidad en la herencia, la poligamia, la desigual custodia de los hijos) ni los derechos políticos que se les niegan (como la presidencia de la República).
El activismo feminista en Irán ha tenido que enfrentarse así a una amalgama entre el campo religioso y el campo político que no se ha producido en la mayoría de las sociedades musulmanas, por más que en todas sean conflictivos los límites entre ambos. Si, como hemos visto, en Irán la frontera política impone el velo hasta en el aire, en Egipto, por nombrar un país también identitaria y políticamente fuerte, el territorio del velo está sujeto a continua negociación, hasta en el suelo “islámico” por antonomasia: al entrar en la Universidad de Al Azhar, custodia del islam suní, los guardias de la puerta obligan a las mujeres a cubrirse el cabello, pero solo para cruzar la verja; una vez dentro, llevar o no llevar hiyab es asunto individual, la ley no se pronuncia.
Lo curioso es que, si el régimen iraní ha envuelto en el discurso de la salvaguarda nacionalista y antiimperialista la desigualdad de género, el resultado ha sido, como suele suceder, que los extremos se tocan, de modo que la muy antiimperialista República Islámica y sus ayatolás comparten idéntica obsesión por el cuerpo de la mujer con la muy neoliberal monarquía saudí y sus ulemas de palacio. El refuerzo del patriarcado que han puesto en marcha unos y otros al abrigo del discurso sobre la autonomía cultural resulta por ello en extremo peligroso, pues consigue que la gramática de la alteridad —necesaria para la cabal comprensión del conjunto de reglas que organizan la combinación de los elementos culturales distintivos— acabe devorada por el relativismo y reducida a simple retórica. Todo ello en un contexto mundial de auge del chovinismo, cuando no del autoritarismo, en el que la violencia sobre los cuerpos marginalizados y los recortes a los derechos reproductivos han hallado en el populismo la vía para naturalizarse socialmente, además de ser legalizados. Ahí están los Estados Unidos de Trump, el Brasil de Bolsonaro o la Hungría de Orbán.
La gramática del velo
Y es en este punto donde las luchas feministas, universales, transversales y plurales per se, han de tener especial cuidado para no hacer el juego al universalismo de las expresiones y no de las acciones, del léxico y no de la gramática. Cierta narrativa neoorientalista sobre el cuerpo y la violencia acecha siempre cuando de “salvar” a las musulmanas se trata. La constitución misma del sujeto paciente, la llamada “mujer musulmana”, resulta ya de por sí vidriosa, y nada refleja mejor la simplificación de que es objeto que el uniforme en que se la enfunda, consciente o inconscientemente: el velo. De hecho, la obsesión occidental por el velo islámico se materializa en la salud léxica de que goza, que tiene un buen altavoz en los medios de comunicación, en general muy preocupados por la pulcritud en estos temas: hiyab, chador, burka, jaique, niqab, abaya… Ningún otro ámbito de la realidad islámica, ni doctrinal ni social, es objeto de tanta especificidad.
Sin embargo, la cuestión fundamental es si las musulmanas necesitan que las salven, como se ha preguntado la antropóloga Lila Abu-Lughod, y, en tal caso, de quién y por quiénes. Precisamente al destino de las afganas se refirió Laura Bush en el tan traído y llevado discurso de Acción de Gracias de 2001, pronunciado para justificar la invasión militar estadounidense de Afganistán. Dos décadas después, y sin rastro de la salvación prometida, la “suerte” a la que han quedado las afganas es la de los talibanes, empoderados con la retirada estadounidense.
Por otro lado, el discurso feminista se halla en la misma encrucijada que los demás discursos emancipatorios: la imprescindible descolonización de epistemologías y estrategias. Incluso el feminismo decolonial en construcción ha de dar el salto, nada desdeñable, del regodeo en el léxico de la alteridad (la interseccionalidad, el nosotras/ellas, aquí/allí) a una praxis inclusiva (de la cotidianidad, las generaciones, las respuestas). No se trata de inventar la rueda, sino de hacerla rodar y avanzar. Ponerse o quitarse el velo, enseñar el cabello o cortárselo, forma parte de la dialéctica histórica de las luchas feministas de las musulmanas en todo el mundo. En Argelia, los franceses dedicaron a esta cuestión muchos afanes y provocadores carteles orientalistas (“¿No eres guapa? ¡Pues quítate el velo!”), ejerciendo lo que el pensador francoargelino Frantz Fanon, siempre incisivo, describió como “su peculiar acción psicológica sobre el velo de la mujer argelina (…) y a veces hasta se ‘salvó’ una que, simbólicamente, se quitó el velo”. Este “triunfo” provocaba en los europeos un trance que evocaba la sobreexcitación del misionero ante la conversión religiosa.
La religiosización del desvelo es un fenómeno paralelo a lo que se podría caracterizar como la laicización de la velación. O quizá sea más acertado concebir ambas manifestaciones como un acto pendular en el tiempo y en el espacio. Con una notable diferencia. En la velación voluntaria se produce una revolución silenciosa, a veces solo instintiva, contra el statu quo capitalista, neoliberal e identitario, como ha analizado la historiadora Leila Ahmed. En la develación, la algarabía occidental suele ser notoria. En cualquier caso, ponerse el velo en París no es mucho más fácil que quitárselo en Túnez, pero en la primera de estas ciudades el metro está lleno de muchachas con él y en la segunda son más bien mujeres en la cincuentena las que lo llevan. La islamofobia creciente en Europa es un elemento fundamental en la nueva gramática de resistencia de las musulmanas veladas europeas; las revueltas árabes e iraníes de la última década lo son en la develación de las jóvenes, decididas a oponerse al autoritarismo y la reislamización impositiva de las fuerzas contrarrevolucionarias en auge.
La pervivencia de una revolución inacabada
Desde el triunfo de la Revolución Islámica, las iraníes pusieron en marcha lo que el sociólogo Asef Bayat denominó “el poder de la presencia”, un feminismo de la vida cotidiana, del día a día. Visto en retrospectiva, ante todo fue hacer virtud de la necesidad, una respuesta a la “revolución inacabada” (la expresión es del cineasta Chapour Haghighat) en que se quedó la sublevación popular que depuso al sah pero no cumplió con los sueños revolucionarios de emancipación integral. Durante 30 años, hasta las revueltas de 2009, la resistencia feminista no se traducía en campañas deliberadas, sino en prácticas ordinarias en el espacio público: en el trabajo, el deporte, la educación, el arte, la prensa. Las iraníes trataban de imponerse como actores públicos, de ser vistas, oídas y sentidas, además de sostener y alimentar la autoestima en el marco de un régimen que pretendía recluirlas en los espacios privados de la familia. En este contexto, el feminismo consistía en desafiar, resistir, negociar e incluso circunvalar los distintos niveles de discriminación aprovechando los intersticios del Estado islámico. Uno de los más fructíferos era la interpretación bajo perspectiva de género de la tradición islámica misma, que sirvió para lograr algunas reformas en materia de divorcio, custodia de los hijos, acceso a la judicatura e igualdad en el derecho a la educación.
Pero en la última década, este activismo feminista de carácter reformista se ha topado con una autocracia creciente y con la represión como respuesta general del régimen ante la propia debilidad democrática, la crisis económica, el asedio geopolítico saudí-americano, las catástrofes ecológicas y la gestión de las minorías (la población persa de Irán apenas llega al 60%). Para que una patrulla de la policía de las costumbres (Gasht-e Ershad) se atreviera supuestamente a darle a Mahsa Amini la paliza que la mató, quizá no sea causal que se tratase de una joven kurda de paso por la capital.
La nueva gramática del activismo que se venía gestando ha estallado y sustituido a las viejas fórmulas reformistas, inoperantes ante la oclusión de las vías de interlocución con el poder. Lo que está sucediendo estas semanas en Irán es una acción revolucionaria, en la medida en que interpreta, rompe, estructura, colectiviza y moviliza deliberadamente energías hasta ahora dispersas y descoordinadas. Tiene, sobre todo, una clara intencionalidad política. Un grito ahora unánime —antes esporádico y a menudo acallado— es indicador del cambio: “¡Muerte al dictador!”. Se suma a “¡Mujer, Vida, Libertad!”, el lema principal de estas revueltas, que en persa tiene, además, la belleza aliterativa de su milenaria poesía: “Zan Zendeguí Azadí!”.
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