La historia como remolino
El escritor Leonardo Padura sugiere en su novela que el tiempo histórico no sigue la trayectoria lineal de una flecha
En su última (y deliciosa) novela policial, Personas decentes, Leonardo Padura sugiere que el tiempo histórico no sigue la trayectoria lineal de una flecha, sino que gira como un remolino: los acontecimientos y sus consecuencias van y vienen, y en ocasiones las consecuencias parecen preceder a los acontecimientos. Pasado y presente se superponen. “El pasado es indeleble”, dice uno de los personajes de Personas decentes, “y la historia no se acaba nunca”.
La idea del tiempo como remolino resulta sugestiva ahora, cuando una poderosa marea del siglo XX inunda el debate sobre los problemas del siglo XXI y sus posibles soluciones.
Centrémonos en dos políticos peculiares.
Uno es Jacob Rees-Mogg, de 53 años, ministro británico de Negocios, Energía y Estrategia Industrial y diputado por la circunscripción de Somerset Noreste, aunque, según argumentan algunos, su auténtica circunscripción es el siglo XIX. Sus ideas políticas y económicas están modeladas sobre las del primer ministro Benjamin Disraeli (1804-1881) y proclama, con orgullo, que nunca ha simulado ser moderno. Presume de no haber cambiado jamás un pañal (la niñera que le crio a él también crio a sus hijos), acude a misas católicas de rito antiguo, en latín, y cuando se inscribió en Twitter su primer mensaje fue: “Tempora mutantur, et nos mutamur in illis”. Estudió, por supuesto, en Eton y Oxford, e hizo una enorme fortuna en la banca de inversiones: a los 10 años empezó a acudir a juntas de accionistas.
Rees-Mogg no ha llegado a primer ministro. Pero sus posiciones políticas llevan más de una década haciéndose hegemónicas. Fue de los primeros en impulsar el Brexit, de los primeros en apoyar a Donald Trump, de los primeros en empujar al Partido Conservador hacia posiciones reaccionarias. Hace poco se preguntó por qué las empresas debían pagar las vacaciones a sus trabajadores. Respecto al cambio climático, sostiene que no vale la pena combatirlo y que lo razonable es adaptarse a él: “No veo por qué unas temperaturas que valen para la India no han de valer para el Reino Unido”.
Su excentricidad y su exquisita educación le hacen simpático en el trato personal.
El otro personaje es Ignazio La Russa, de 75 años, vicepresidente del Senado italiano y cofundador en 2012, con la joven Giorgia Meloni, del partido de ultraderecha Fratelli d’Italia, que según los sondeos ganará las elecciones italianas el próximo día 25. La Russa es hijo de un dirigente del Partido Nacional Fascista, con Benito Mussolini, que luego fue diputado del Movimiento Social Italiano ya en la posguerra. En su juventud fue matón fascista y nunca ha ocultado su ideología. Desde que Silvio Berlusconi incorporó la ultraderecha a su coalición, hace dos décadas, ha permanecido en primera línea de la política italiana. Sus posiciones ya no son minoritarias: ahora obtienen triunfos electorales. Sus ideas, las de Mussolini, no han cambiado.
Los años han suavizado sus rasgos, pero la mirada mefistofélica, la voz ronca, el acento siciliano y las carcajadas sarcásticas (acompañadas a menudo de insultos) siguen ahí. Su franqueza brutal, su fanatismo futbolístico (es del Inter) y su capacidad para mezclar bromas con salvajadas le hacen simpático para muchos.
La historia, en efecto, parece girar como un remolino.
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